ARANAZ CASTELLANOS, Manuel – El «cojo», campeón

Manuel Aranaz Castellanos (1875-1925)

El «cojo», campeón

(1911)

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Vicente Blanco

Ilustración: Hemeroteca Digital, Biblioteca Nacional de España.

Aquella bicicleta estilo Luis XV, o Luis XVI según algunos, que con sus ahorros comprara el cojo a unas pobres traperas de la montaña, luego de regatear con ellas como si de una hortaliza se tratase, era lo que se llama, entre los buenos ciclistas, toda una señora máquina. Señora por su antigüedad, por el grosor de sus piezas y por su peso enorme, por sus achaques, por sus extraños chirriares de trasto viejo, y, sobre todo, por estas expresamente fabricada para damas. ¿Pero qué más iba a pedir el hombre por solo cuatro pesetas?… Después que la pintase, que forrara con hiladillo su manubrio enmohecido, que raspara con papel de lija aquella especie de musgo que le había nacido sobre los níqueles, y que remozase bien los juegos con un poco de aceite de cocina, o de manteca, seguramente parecería otra cosa. Ese, al menos era el cálculo que el cojo se había hecho al contemplar sobre el cuévano de la vendedora lo que ya era su máquina, medio enredada entre los abollados cachivaches de cien clases y los varillajes de paraguas patriarcales que las traperas también voceaban.

Había, sin embargo, que trabajar de firme. Porque, entre otras nimiedades, un adminículo esencial, esencialísimo, fallaba a la bicicleta para que el hombre comenzara desde luego a usarla, a emprender con ella las excursiones y carreras que constituían el sueño dorado de toda su vida. Los neumáticos, los pícaros neumáticos. Las ratas, por lo visto, habían terminado a dentelladas con los que tuviera en tiempos mejores, dándose con ellos los grandes banquetes, y apenas si en las llantas vacías quedaba como triste recuerdo de un pasado de esplendor alguna que otra tira de goma podrida. Diez años de servicio particular, otros diez de vida de alquiler entre chiquillos que la trataron a patadas y porrazos, y cinco más esperando en los húmedos rincones de un desván que las traperas llegasen, tenían la culpa de todo. Pero no era cosa de arredrarse por detalle tan insignificante. Ya inventaría él, porque el comprar tubulares no entraba por ahora en sus cálculos, algo con que reemplazar aquello. Por de pronto tenía la base, lo esencial en todo edificio: los cimientos.

♦♦♦

En aquel tiempo, y a excepción de las noches de invierno en que, pertrechándose con el candil y el cedazo, se iba por los muelles, cerca de las desembocaduras del alcantarillado, a pescar las angulas por que tanta idolatría tienen los bilbaínos, el cojo se dedicaba al pasaje entre la grúa grande y el final del Campo de Volantín. Un perro oficio. Metióse humildemente en su chanela, el pequeño bote sin quilla con que, a cinco céntimos por barba, se ganaba la vida pasando gente de una a otra orilla, instaló en ella el taller de reparaciones y comenzó a laborar como un negro. Menuda tarea. Sólo en desarmar la máquina, en limpiar una por una todas sus piezas, en reemplazar algunas por clavos, y otras, las más esenciales, por pedacillos de acero o de hierro viejo, encontrados en el muelle, empleó el cojo más de una semana.

Bilbao, el muelle del Arenal (Hauser y Menet, 1890)

Ilustración: Biblioteca Digital Hispánica.

En su garaje flotante, acaso el único de esta clase que haya habido en el mundo, el hombre hizo verdaderos prodigios. Jamás mecánico alguno trabajó con mayor desprecio del frío, del viento y de los chaparrones que constantemente caíanle encima. Pero tampoco ha habido nunca chanelero, a contar desde que montara el establecimiento, que saliese por jornal menor que el suyo. Si le cogían los viajeros muy ensimismado ya podían ofrecerle hasta diez y quince céntimos porque les pasara al otro lado.

– ¡Ni por un riat tampoco! – respondía, enfrascándose más en la labor -. ¡Antes es esto!…

Embadurnado, por fin, su armatoste con la pintura bermellón que de un barco de la Vasco-Andaluza le regalaran, resuelta la cuestión neumáticos con dos hermosos pedazos de calabrote que se ajustaban a las llantas vacías como si los hubieran trenzado exclusivamente con tal objeto, y engrasada la máquina con tanto derroche de aceite que por ningún sitio podía cogérsela sin exposición de pringarse, el cojo se consideró feliz. Tenía ya bicicleta, y apenas si alcanzaba a nueve gordas lo que en las reparaciones se había gastado. Ahora, ahora verían sus colegas de chanelismo, los que tanto se le burlaban por sus aspiraciones ciclistas, siendo cojo de las dos, lo que valía un hombre como él montado en aquel carromato, en aquel pedazo de chatarra que haría rodar kilómetros y más kilómetros, hasta ganar, si no por velocidad, sí por resistencia, los premios que habrían de servirle para emanciparse de aquel trabajar tan soso y tan poco productivo.

– Esto pa el gato – decíase el hombre -. Pa los que no puedan más con la canina.

Estaba decidido. Que pasara otro a la gente, que fuera el nuncio, si le daba la gana, a pescar las angulas de marras. Él, el cojo, hallábase reservado para mayores destinos, para labores de más resonancia. Y por cinco duros, todos en pesetas, un pantalón de pana, dos camisetas y un reloj de níquel, prenda que consideraba esencial para calcular distancias y velocidades, vendió a un amigo su chanela, el cedazo para las angulas y el candil. No quería, en caso de que al comenzar su nuevo oficio tropezara con obstáculos, contar de ningún modo con el recurso de volver a la ría. Había que jugarse el todo por el todo, quemar los barcos, como dicen que hizo no recordaba qué marino célebre. O semos, o no semos.

– Una condisión na más te pongo – advirtió al comprador de la chanela -. Que no te hagas dueño hasta que yo me desembarque.

Formó luego un lío con el pantalón, las camisas, el reloj y las veinticinco pesetas, y comenzó a disponerse. Lo que iba a hacer, ante todo, era presentarse, caballero en su borrica, a los veteranos del ciclismo bilbaíno, a los que manejaban todo aquel barullo de las apuestas y los campeonatos, para que fueran tomando nota de quién era él, de lo que se proponía y del puesto a que por encima de todos aspiraba. Ni moños que iba a quitar el hombre en cuanto le pusieran en fila con aquellos que ganaban tantos premios.

– ¡Porque yo tengo de ser campeón, ya veráis! – decía el cojo, empinándose sobre el único banquillo de la chanela -. ¡El primer campeón de España!…

Tuvo que aguardar aún tres días para desembarcar su aparato. Tres días de impaciencia, de emoción y desasosiego, tres días mortales. Aquella maldita pintura no acababa de secarse nunca. Pero llegó una tarde. La pintura se había secado, el aceite no pringaba ya tanto, y no era posible aplazar por más tiempo la empresa en que tenía puestos todos sus entusiasmos. Había que lanzarse, a pesar de que aún llovía un poco y de que el piso estaba enlodado.

– Bueno, que os vaiga bien – dijo como despedida -. Y leáis los periódicos.

Salió por la escalerilla del campo de Volantín, cojeando más que nunca a causa del peso de la máquina, coreado por los aplausos burlones y las risas de sus compañeros de oficio. Pero no le importaba. El caso es que por menos de un duro, por cuatro cincuenta, él tenía ya bicicleta, una bicicleta… que hasta andaba. De lo demás, de lo de llegar a ser el primer campeón de España, ya se encargarían sus piernas y sus pulmones, porque para lograrlo estaba dispuesto aunque fuera a matarse.

– Conque, que os vaiga bien – repitió por última vez.

Era el adiós definitivo. Metió luego el lío con su ajuar por entre el pecho, formándose con ello un monumental abdomen, se sujetó a las canillas con unos cordeles los bajos de los pantalones, encasquetóse los primeros botones de la chaqueta, levantó con majestad solemne su pierna derecha, la más coja, y montó. Una carcajada formidable se alzó entonces en las orillas de la ría. Porque el cojo, encorvado sobre aquella máquina de sillín tan bajo, de forma tan especial, tan rabiosamente pintada de bermellón, movida con indescriptible pavoneo por sus piernas de alambre, más que un ciclista parecía un bicho raro. Un carramarro, según atinada expresión del adquirente de su chanela, uno de esos vulgares y ridículos mariscos que en la baja marea paséanse torpemente por entre el suave musgo de las peñas.

♦♦♦

– ¡Cocheee!… – gritaba el hombre para que se enterase de su paso la gente -, ¡Cocheee!…

Era el momento de más tránsito. El cojo, rebosante de júbilo, viéndose encaminado hacia un porvenir de popularidad y de ganancias, pedaleaba con las piernas extraordinariamente azambadas, porque los estribos le quedaban muy cortos, y rodaba despreocupado sobre la grava sin apisonar que cubría entonces la carretera. No tenía miedo ninguno, absolutamente ninguno, de que se le reventaran los neumáticos. Algo había, sin embargo, que le hacía fruncir el ceño de cuando en cuando. A pesar de la grasa y de los perdigones de caza con que había reemplazado las rotas bolas de los juegos, su bicicleta sonaba como lata vacía de petróleo atada a la cola de un perro loco. Aquello era un escándalo.

De pronto, una imbécil mujer, una vieja, que llevaba en la cabeza un cesto enorme, se interpuso en su camino deteniéndose con espanto ante él. La facha del ciclista, y sobre todo el ruido, la habían atolondrado.

– ¡Ahí va!… – gritó el cojo procurando esquivar el encuentro -. ¡Ahí va!…

Pero ya era tarde. La rueda delantera tropezó con el obstáculo, y la vieja, el cojo, la máquina y el enorme cesto fueron a parar cada cual por su lado.

El tránsito se interrumpió con aquel percance y se arremolinó gozosa la gente. Lo que el cesto contenía eran huevos, una grandísima cantidad de huevos, los cuales, según el municipal que intervino en la cuestión, había que valorar inmediatamente. Y allá, delante del gentío que riendo y bromeando se había amontonado en rededor del grupo, y de los periodistas que hasta intentaron hacerle un retrato, el cojo sacó a la luz pública su abdomen artificial, y peseta tras peseta pagó las veinticinco en que, por no tener más, convinieron la indemnización. Luego, dado su nombre al municipal y a los periodistas, y pensando en la recomendación que había hecho a sus compañeros de oficio para que leyeran la Prensa, lanzó a la vieja el último apóstrofe y tornó a montar en su armatoste. Mal, muy mal empezaba el hombre su carrera de campeón.

– ¡Cocheee!… – tornó a gritar a voz en cuello, creyendo ver cestos con huevos por todas partes -. ¡Cocheee!…

♦♦♦

En la Federación Atlética Vizcaína le recibieron más amablemente, muchísimo más de lo que él esperaba, haciéndole pasar con bicicleta y todo, porque de ningún modo quiso dejarla en la puerta, al salón de lectura y de juntas. Estaban allí el presidente y cuatro individuos más de la directiva, todos con la insignia de la Sociedad bordada vistosamente en sus gorras. Saludáronle afectuosos, mirándole con cierta extrañeza, y luego de obligarle a cubrirse y ofrecerle un asiento, preguntáronle por el objeto de su visita en tanto que miraban de soslayo hacia la bicicleta que el hombre había dejado apoyada contra la pared.

El cojo dudó un momento antes de responder. En aquella habitación, en aquella especie de templo del sport cuyas paredes se hallaban casi cubiertas con retratos de atletas desnudos, de ciclista célebres, de esgrimidores, de boxeadores, de luchadores de jiu-jitsu, de gimnastas, de andarines, de motociclistas, de jugadores de foot-ball, de nadadores en traje de concurso, sentíase el hombre cohibido por la amenaza fotográfica de tanto músculo y la aparatosa exhibición de tales representaciones de la fuerza y la agilidad. Por fin, se repuso y habló:

– Yo, francamente, quedría ser campeón…

Sus oyentes se miraron sonriendo, miráronle luego a él, no con burla, sino con amable compasión, y para animarle y darle lugar a que se explicase, llamaron al conserje y pidieron de beber. ¿Unos wiskys con soda, verdad?… Aceptó el cojo pensando en que ya comenzaba a soplar algo que no era vino de pellejo, algo de lo que tan solo estaba reservado para los paladares de los campeones, y una sonrisa de triunfo se dibujó en sus labios.

Despachado el primer wisky, el hombre comenzó a explayarse, a contar quién era y de dónde procedía, a detallar algunos sucesos de su vida para que le fuesen tomando en serio. Bien comprendía él que con aquella cara tan delgada, con aquellos brazos tan largos, con aquellas piernas de mosquito y con aquella facha de coitao, nadie le tomaría por un hombre fuerte. Pero a pesar de eso y de su cojera, estaba dispuesto a desafiar a todos, incluso al presidente, de quien ya sabía que también tenía rota una pata, a quién hacía más barbaridades.

– ¿Ya saben ustedes la música del baile inglés? – preguntó de pronto.

Y como le respondieran que sí, pero que no la recordaban, apresuróse a decir levantándose:

– Pues bien, yo mismo me voy a cantar para que vean ustedes.

Acto seguido, sin cuidarse del lío que llevaba en el pecho, empezó el hombre a tararear rabiosamente, a bailar, recorriendo todo el salón con las nalgas casi tocando al suelo, aquel baile inglés en que no sólo hacia adelante, sino también hacia los lados y aun hacia atrás, estiraba y encogía sus piernas con flexionar vertiginoso. Lo que es a remos a nadie le envidiaba. Y como el presidente y los otros miembros de la Junta directiva, sorprendidos ante la fuerza y agilidad de piernas que aquel danzar loco representaba, le aplaudieron con entusiasmo, el aspirante a campeón tornó a tararear y bailar para complacerles con aquel bis, terminando por resbalar y darse un gran golpe contra una esquina de la chimenea.

– No, no apurarse, no es nada – dijo quitándose la boina y pasándose por la cabeza una mano que se manchó toda de sangre -. Esto, sicatrisando bien con coñac se quita.

Cortósele el pelo en el sitio de la herida, que no era de tanta importancia como la que revelaban algunas grandes cicatrices vecinas, se le administraron unas cuantas copas por fuera, y otras cuantas por dentro, y luego de vendado con gasa iodoformada, se le ofreció acompañarle hasta su casa. ¡De ninguna manera!… Él no se iba hasta que no quedaran bien enterados de todo lo que se proponía, porque para eso exclusivamente había venido, y por aquel golpesito no iba a acobardarse y quedar al principio de la campaña, en la sopa, por así decirlo, del banquete de triunfos que le aguardaba.

Antes de comenzar la narración de su historia, descalzóse rápidamente el pie derecho, se quitó el calcetín y luego una larga venda de franela, que le subía hasta cerca de la rodilla, y puso todo, incluso la pierna, sobre la mesa de lectura. Había que fijarse bien en las heriditas. Tan grande era el bujero que tenía desde la planta hasta el empeine, que una pluma o un lápiz de aquellos que sobre la mesa había, y dos juntos, si querían apostarse algo bueno, pasaban fácilmente de un lado a otro.

– Lo mesmo que por un tubo…

Era aquella, sin embargo, a pesar de la gran catástrofe que le ocurriera por apoyarse, sin querer, sobre un hierro candente puesto de punta, su pierna más fuerte, la pierna en que más confiaba para sus éxitos futuros. La otra, que no estaba más que algo torsida por causa de un golpe, tenía el defecto de ser más gorda, un poco más gorda, y llevar, por tanto, aparejado el defecto de la grasa. En cambio ésta, como no tenía más que el hueso y tres o cuatro nervios que parecían cuerdas, no se le cansaba nunca y arreaba con ella todo cuanto quería, todo cuanto le daba la gana.

♦♦♦

El cojo, que había nacido en Deusto, el pintoresco pueblo donde acaso con el tiempo le elevarán una estatua o pondrán su nombre a una calle, comenzó a ganarse la vida de pinche de cocina en un barco. Ni aproximadamente podía calcular las galletas que desde el capitán hasta el último marinero le daban todos los días. Luego, y gracias a su buen comportamiento, había ido poco a poco ascendiendo, hasta que una noche, precisamente al salir de Bilbao, el timonel, que estaba rendido de cansancio, le confió el gobierno del barco luego de darle su capote.

– ¡Siempre proa a la luna! – le dijo, señalando con un dedo hacia el astro.

Tres horas después, muerto de frío y hastiado de aquel ofisio tan poco entretenido, el cojo comenzó a cerrar los ojos y a envolverse cada vez más cariñosamente en el capote, hasta que al cabo de un rato se durmió. Aún recordaba lo que soñó entonces, como si lo estuviera viendo. Que había alquilado una bicicleta, una flamantísima bicicleta, y que por las calles de Liverpool, donde en el viaje anterior estuviera, corría que se las pelaba, zigzagueando por entre los tranvías y los coches.

– ¡Proa a la luna, animal! – interrumpióle en lo más sabroso del sueño la voz del timonel.

Antes de que pudiese hacerse cargo de la nueva situación, sin siquiera darle tiempo para desmontar, una lluvia de respetables bofetadas, que seguramente no bajarían de cincuenta, cayó sobre sus dos carrillos, poniéndoselos calientes calientes, mucho más calientes de lo que fuera su gusto el tenerlos. Y no había sido suya la culpa, sino del barco, que, por lo visto, tenía querencia a Bilbao. El condenado había ido poco a poco dando la vuelta completa, y no solamente no avanzaba su proa en dirección a la luna, sino que la luna se había quedado a popa, y la entrada del puerto, alumbrada por las luces verde y roja del muelle y del rompeolas, estaba otra vez cercana. Lo menos cinco horas de tiempo perdido y de carbón gastado en balde.

Se había lucido el hombre en calidad de marino. Como que si tarda el timonel media hora más en despertarse, chocan contra el muelle y naufragan.

Diéronle como castigo, además del de las bofetadas, el bajar de palero a las máquinas, y allí, trabajando en pelota noche y día, fue donde el cojo se convenció, a fuerza de aguantar calor a la caldera, de que tenía unos pulmones como para sí los quisiera el mejor caballo. Día tuvo, por estar enfermo otro de los paleros, de trabajar sin cansarse, cosa extraordinaria en la ruda labor aquella, más de diez y ocho horas seguidas.

Aburrióse luego de ser marino, de recorrer el mundo metido siempre entre carbón y entre agua sucia, pudiendo muy rara vez desembarcar en los puertos y darse el gustazo de alquilar bicicletas, y en la fábrica donde encontró empleo comenzó por tener un percance muy serio, bastante más serio que aquel de traspasarse el pie con un hierro, ocurrido meses más tarde. También iba a contarlo.

Acababan de poner el tejado a una casa de cinco pisos construida no muy lejos de la fábrica, y varios compañeros de trabajo, con quienes siempre estaba discutiendo cuestiones de agilidad, de fuerza y de resistencia, apostáronle un asumbre de blanco a que no subía al piso último mientras uno de ellos contaba en voz alta hasta veinticinco. El cojo aceptó. Antes de que llegasen a contar veinte, seguro estaba de ello, habría alcanzado el último tramo y ganado la apuesta. Convinieron en darle la salida en el portal, puesto un pie en el primer peldaño, y que en cuanto llegase arriba, se asomase por la barandilla, es decir, por la misma escalera, pues la barandilla no estaba puesta todavía, y avisase dando una voz.

– A la una, a las dos… ¡y a las tres!

Emprendió el cojo la ascensión con velocidad pasmosa, subiendo de tres en tres los peldaños y aun de cuatro en cuatro, y cuando el que abajo contaba iba por las diez y siete o diez y ocho, ciertísimo de poder contar con toda tranquilidad lo menos hasta treinta, la cabeza del ex marino apareció allá en lo alto, gritando con voz poderosa «¡Ya he llegao!», y acto seguido, tropezando con todas las salientes de los pisos, rebotando como una pelota por la caja de la escalera, y levantando tras él nubes de polvo y de cal con tan inesperado descenso, el cojo cayó pesadamente entre los espectadores de la hazaña y los que con él apostaron. El asomarse demasiado precipitadamente había sido la causa de aquella colosal caída.

– De entonses son estas sicatrises – dijo sencillamente, enseñando las de la cabeza, que ya le vieran antes.

Porque lo peor en aquella desdichada apuesta, que él había dicho que ganaba, y ganó, no había sido el último porrazo, el recibido al llegar al suelo, sino los porrazos más chiquitos, pero muchos, que había ido recogiendo durante el descenso. Después de todo, gracias a ellos no estaba muerto. Le habían quitado tanto la velosidad, que, aparte del susto que se llevaron los otros, la cosa había resultado igual, sobre poco más o menos, que si sólo hubiera caído desde el piso primero… o segundo.

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Los de la directiva de la Federación Atlética Vizcaína, a quienes el cojo contó después su oficio de chanelero y de pescador de angulas, dejándose decir de paso, y sin dar a la cosa importancia ninguna, que había salvado la vida, sacándolos a nado, a tres o cuatro individuos que en diferentes ocasiones se habían caído, o se habían tirado al agua, no salían de su justificado asombro. Aquel cojo de traza tan extraña era un hombre realmente extraordinario, un buen ciudadano que se dejaba muy atrás a los más valientes socios de la entidad que dirigían, a aquellos que aseguraban formalmente, y hasta lo practicaban, que el ideal de todo buen federado debía ser la muerte por accidente deportivamente buscado. Pero les daba pena, una profundísima pena, que el hombre picase tan alto, que aspirase nada menos que a campeón ciclista, precisamente donde tan veloces y tan resistentes corredores había, cuando a lo que el cojo debiera aspirar, a lo sumo, era al campeonato de inválidos, allá en Francia, o al título de recordman de los golpes, de las heridas y de las desventuras aquí en España, ya que, por lo que había contado, tan grandes méritos tenía adquiridos.

– Nada, señores, nada… – insistió el cojo, que, aparte del coñac de la cura, habíase bebido cuatro o cinco wiskys como si de vasos de agua se tratara -. Campeón quiero ser…

No hubo medio de convencerle, a pesar de algunas indirectas mortificantes para su máquina, que él consideraba más pesada, por de pronto, que la que más, y por lo menos tan fuerte como la primera, y para unas carreras ciclistas y pedestres que dentro de quince días habrían de celebrarse en la Plaza Elíptica, se le inscribió en toda regla, excusándole del pago de la cuota. El hombre, sin atreverse a contar su tropezón con la vieja del cesto, para que no fueran a creer que había sido por guiar mal, dijo que no tenía dinero… porque se lo había gastado en unos huevos. Conque, gracias, muchas gracias, y hasta el día de la carrera, la primera carrera de su vida en que iba a tomar parte, en la cual se proponía demostrar, no solamente en bicicleta, sino también corriendo a pie, que sus pretensiones de llegar a campeón ciclista de España, aun con aquellas piernas, estaban razonadamente fundadas. Bien podían haberlo apreciado al verle danzar tan maravillosamente el difícil baile inglés.

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Llegó el gran día, el día tan ansiosamente aguardado, y si no interviene en su favor el jurado de la fiesta, libertándole a viva fuerza de las garras de los municipales, debuta yendo a la cárcel. El cojo, al ver con los brazos y con los muslos al aire a los carreristas de la Federación Atlética, quiso ponerse en condiciones iguales de lucha, y a la vista de todo el público, pocos segundos antes de dispararse el tiro de salida, quitóse apresuradamente sus ropas mayores y quedó en unos calzoncillos que apenas tenían tela más que en la cintura. Se le obligó a adecentarse un poco, púsosele en fila, y para cuando quiso dar marcha a su máquina, aquella máquina de que todos los espectadores se reían con sonoras carcajadas, desaparecieron sus contrincantes pedaleando furiosamente. Entonces, sólo entonces, se convenció el cojo de que, para competir con ellos, necesitaba una máquina mejor.

Y a voz en grito, para que todo el mundo se enterase, desafiaba, para mejor ocasión, no a diez vueltas en la Plaza Elíptica, sino a quinientas o más, donde les diera la gana, a aquellos ciclistas que acababan de dejarle tan en redículo. Aquello no era luchar en condiciones iguales.

Celebróse luego la carrera a pie, y el cojo, que ya se había conquistado cierta popularidad entre el público, tomó parte en ella, corriendo poco menos que al pin-pin, y tornando a ganarse, en las primeras vueltas, colosales abucheos y ovaciones en guasa. Pero el desquite estaba allí. Poco a poco fueron cesando los espectadores en la general burla, a ponerse serios, viendo que el cojo, muy cerca del que marchaba el primero, no perdía terreno, y cuando llegó a la meta, en el segundo lugar, galopando macabra y desaforadamente, una ovación verdad, sinceramente entusiasta, le indemnizó de los pasados malos ratos. Había ganado cuarenta pesetas.

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Por si acaso tropezaba con algún otro cesto, las dejó en casa. En realidad, no le hacía falta ya dinero para el gasto de la calle. Había hecho varias amistades, y cuando se tomaba algún vaso de vino, o alguna jarra de chacolí donde Lusiano, todos se adelantaban a pagar para evitarle el disgusto. Merced aquellos amigos se enteró de que iban a celebrarse muy pronto en Vitoria unas carreras con importantes premios, y de que ellos no concurrirían, porque era preciso conocer muy bien la pista de la Florida si no quería uno matarse. El cojo se fijó en este último detalle y comenzó a pensar. Si le prestaran una buena bicicleta, allá se iba de cabeza.

Logró su propósito, sin descubrir para lo que la quería, diciendo solamente que iba a ver si se entrenaba un poco subiendo cuestas, y un viernes, a las cuatro de la mañana, de noche aún, salió de Bilbao por la carretera de Miraflores.

Aquello, aquello que montaba entonces era una bicicleta. Lo otro, lo suyo, más parecía una rueda de afilar. Ahora apreciaba la gran diferencia, la enorme ventaja entre esta máquina y aquel inútil cacharro.

En cuanto conociese bien la temida pista, y seguramente le bastaría para ello con media docena de morradas y las vueltas que pensaba dar allí por la tarde y durante todo el día del sábado, no iba a haber el domingo quien le sacara una rueda de distancia.

No podía ir para el viaje, para aquel viaje que tan lleno de esperanzas emprendía, más convenientemente pertrechado. Llevaba a la espalda, envuelto en periódicos para que nadie se enterase, y cuidadosamente sujeto, un bacalao de a peseta libra, que a fiado le habían proporcionado en una tienda donde creyeron que la bicicleta era suya ; y escondido en una esquina del pañuelo, que se arrolló con un fuerte nudo al pescuezo, el último duro que de su primer triunfo, no como ciclista, sino como andarín, le quedaba todavía.

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Tres o cuatro kilómetros antes de llegar a Vitoria, allá por las orillas del poético Zadorra, descendió cauteloso de la máquina, miró con prevención por todas partes, y luego de bien asegurado de que nadie le veía, descolgóse el equipaje de la espalda, y sacó a la luz del día el hermoso bacalao. Aprisionólo después fuertemente con un largo cordel, cruzándolo de cola a cabeza varias veces, y también por el espinazo ; y atando al otro extremo de la cuerda una gran piedra, calculó la profundidad en un remanso, y ¡zás! fondeó el bacalao, el sabroso bacalao que allí, en aquella agua tan dulce, tan transparente y tan tranquila iba a dejar a remojo. Un cordelito más fino, unido por una punta a la cola del rico pescado en momia, y que en la otra tenía un corcho de botella, para hacer de flotante boya, le indicaría el sitio preciso de la fondeadura, facilitándole el desancle para cuando llegara el caso.

Vicente Blanco, ganador de la carrera Irún-Pamplona-Irún (1909)

Ilustración: Hemeroteca Digital, Biblioteca Nacional de España.

Y así vivió el cojo en Vitoria hasta la mañana del domingo. Dormía en una posada donde le cobraban dos reales, con lavabo y todo, y en cuanto llegaban las horas de comer, de merendar y de cenar, compraba dos perras de pan y una de queso, más medio cuartillo de vino, por el que le cobraban quince céntimos, a devolver el casco, y montando en la bicicleta íbase en un periquete hasta el remanso del Zadorra, aupaba el bacalao, dábale un buen corte… y los grandes banquetes. No había en el Hotel Quintanilla nadie que comiese más a gusto.

El domingo, al mediodía, después de la carrera ya fue otra cosa. Por no haberse presentado a la lucha más que ciclistas de segunda fila, había ganado el tercer premio, setenta y cinco pesetas, y cogido además media docena de preciosas cintas bordadas por señoritas, por las cuales le dieron algunos pollos de la crême vitoriana, los novios de ellas sin duda, nada menos que diez duros. Antes de regresar a Bilbao con aquel capitalazo, con aquel dineral que en su vida había tenido, dióse en una taberna un banquete de tripacallos y morros, bien acompañados de peleón, para solemnizar con toda solemnidad aquel su hermoso triunfo. Tres raciones se despachó el hombre de cada uno de los platos.

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– ¡Ahí te pudras pa siempre! – murmuró a media tarde, cuando al volver hacia Bilbao pasaba frente al remanso donde aún quedaban restos de su stock alimenticio -. ¡Qué salao estabas, condenao!…

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Aquel triunfo, más que por su importancia por las pintorescas circunstancias que lo habían rodeado, y por la fuerza de voluntad y espíritu de sacrificio que en el cojo revelaban, dióle al hombre cierta nombradía y conquistóle no pocos respetos aun entre los ciclistas de primera fila, siendo entonces admitido como socio en la Federación Atlética Vizcaína. Bien alimentado y entrenándole con método, tal vez pudiera llegar, para otro año, a conquistar, en una carrera no muy fuerte, un quinto o sexto puesto entre los corredores de empuje. Pero el cojo, a quien ya todos se afanaban en proteger, porque él a todos se preciaba en agradar, desapareció a los pocos días de Bilbao, sin despedirse de nadie, y fuése a un pueblo, de donde más tarde llegó el notición de que acababa de hacer otra barbaridad. Con las ciento veinticinco pesetas que se trajera de Vitoria… se había casado.

Pasaron meses y meses, sabiéndose tan sólo de él que vivía entregado a sus amores y más fuerte que nunca, porque en los ratos que la mujer y el trabajo le dejaban libres se daba en bicicleta caminatas enormes, y poco a poco comenzó a olvidársele. Una mañana le hizo recordar la Prensa local. Un ciclista apodado el cojo, y que lo era, bajando a toda velocidad una cuesta en un pueblecillo cercano a Bilbao, había tropezado contra un perro y clavándose en el pecho una botella que por entre la camiseta llevaba guardada. En el hospital hallábase en estado grave, muy grave, con muy pocas esperanzas de salvarle, porque los cascos le habían casi llegado al corazón.

♦♦♦

El hecho, contado por él mismo con voz débil, casi agónica, había sido el siguiente. Nada en total.

Yendo de paseo una tarde, de paseo a treinta kilómetros por hora como término medio, entró a descansar en una taberna y pidió algo con que refrescar el graznate.

– ¡Bonito chacolí! – exclamó, después de beberse un gran vaso.

Y pensando en su mujer, decidido a llevarla un obsequio, hizo que le llenaran una botella y se la guardó donde en otro tiempo su ajuar.

Del tropezón con el perro, aunque el cojo no llevaba freno, no tuvo él la culpa. El culpable fue el animal.

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Luego, lo que ocurre a veces en estos casos. Tanto se exageró la gravedad de el cojo, tan desesperados informes dieron de él una noche en el hospital no dejando verle, que corrió la voz de que había muerto y de que ni siquiera podía asistirse a su entierro, porque estaba enterrado ya.

– ¡Pobre cojo!… Requiescat in pace.

Se sintió su muerte de verdad, tan de verdad que el domingo de su resurrección, dos meses más tarde, fue un domingo de sana alegría, de regocijo inmenso para los muchos y sinceros amigos que entre sus compañeros de sport tenía ya el hombre. Se había captado el cariño de todos.

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No escogió mal el escenario para su reaparición. Era el día en que la Federación Atlética Vizcaína en masa, unos a pie, otros en bicicleta, a caballo otros, en motocicletas y automóviles no pocos, celebraban su excursión anual a la sombreada campa del castillo de Butrón. Para más de cien federados se había preparado allí el almuerzo.

En el momento de sentarse a la mesa, cuando ya casi todos se habían bañado en el río después de jugar al tug-of-war, de hacer esgrima, de saltar a lo alto y a lo largo, de luchar a la greco-romana y de ejecutar diferentes ejercicios olímpicos, oyéronse unas voces que gritaban con sorpresa y alborozo:

– ¡El cojo!… – decían -, ¡El cojo!…

Era en efecto él, él, que con todo el blanco jersey manchado de sangre, porque en los treinta kilómetros desde Bilbao habíansele abierto de nuevo algunas heridas del pecho, bajaba hacia la campa a toda velocidad y no con las manos en el guía, sino sosteniendo una flauta con la que alegremente tocaba un paso doble de zarzuela.

– ¡Bravo!… – clamaron todos -. ¡Bravo!…

Enardecido el cojo con aquellos vivas del alma, con aquellos aplausos, quiso quedar bien, como a su categoría de amante del peligro correspondía, y luego de caracolear por entre los árboles de la campa, enderezó hacia el río, por la parte más allá del muelle, y, con bicicleta y todo, como cuando se presentó por primera vez en la Sociedad, cayó estrepitosamente en la agua.

– ¡El cojo!… – tornaron adecir -, ¡El cojo!…

No había necesidad de repetirlo, porque bien demostrado estaba que era él, el aspirante a campeón, quien medio minuto después, cuando todos le creían empotrado en el fango del río o sujeto por las hierbas del fondo, y se disponían a salvarle, asomaba risueño a la superficie sin apartar de sus labios la flauta y continuando el paso doble como si nada hubiera ocurrido.

Su naciente popularidad quedaba desde entonces acrecida y consolidada. De aquella burrada hecha con tanta naturalidad, con tal desinterés, tan sólo por agradecer de un modo risueño el recibimiento que se le dispensara, no había precedente entre los más templaos de la Federación Atlética Vizcaína. Bueno le iban a poner de cocido para indemnizarle del remojón.

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Pasó algún tiempo. Cuando en el mes de Noviembre se corrieron los cien kilómetros del campeonato de Vizcaya en carretera, el cojo, que durante las fiestas de Agosto había ganado un segundo premio en el concurso de natación, y un primero en una curiosísima regata de chanelas, demostró estar entonces tan admirablemente entrenado para pedalear, que llegó, aunque a bastante distancia del primero, nada menos que en cuarto lugar. Iba ya progresando, colocándose poco a poco entre los carreristas de más nombradía.

Vicente Blanco, con su mítico gorro

Ilustración: Hemeroteca Digital, Biblioteca Nacional de España.

Más tarde, y luciendo en todas las luchas un jersey a rayas amarillas y negras, que le daban cierto aspecto funerario, y un gorro de dormir, metido hasta el cuello, y con el cual parecía un fariseo, tomó parte el cojo en varias carreras ciclistas verificadas en los pueblos, y por haber ganado en ellas cuatro o cinco primeros premios, le fue regalada por una casa constructora una máquina nueva, una excelente máquina, a la que tomó desde el primer momento más afecto que a las niñas de sus ojos. Con aquella, con aquella iba a ser.

Y fue, aunque en victoria muy discutida.

Poco acostumbrado a comer carne, vegetariano por desdichada obligación, creyó el hombre que, atracándose de chuletas, se iba a poner muchísimo más fuerte, y cuando la Federación Atlética Vizcaína le dió fondos para acudir al campeonato de España en Gijón, tales cantidades y con tanta ansia se despachó el cojo, que de Bilbao hasta allá, viaje que hizo en bicicleta para llegar justamente el día de la carrera, creyó morirse por culpa de sus desarreglos de vientre. De cinco en cinco kilómetros casi, y por aquella tontería, tenía que apearse el hombre de la máquina.

De ahí, de esa debilidad, con la que seguramente no se hubiera puesto otro en línea, el que se desmayara cuando llegó el primero a la meta, el que después de aquellos cien kilómetros, en los que tuvo que hacer esfuerzos formidables de voluntad para no reincidir en las innumerables paradillas del viaje, recogieran como un trapo al que por sus indiscutibles méritos, y no por las desgracias ocurridas a sus más temibles contrincantes, se había ganado el título de campeón de España y las quinientas pesetas del primer premio. Sobre todo, al menos para él, el título de campeón.

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Subiósele entonces la gloria a la cabeza, creyendo que podía llegar a ser campeón en todo y ganarse quinientas pesetas allá en donde para disputarlas, sea como fuere, las ofreciese alguno, y una noche, en el Circo del Ensanche, azuzado por varios ciclistas de buen humor, que le decían que todo aquello era mentira y que allí tenía una nueva ocasión de lucirse, el cojo desafío a Rakú, el famoso japonés, profesor de jiu-jitsu, insultándole desde el anfiteatro con unas cuantas palabras inglesas que sus amigos le dictaron, y bajando por fin a la pista con ademán amenazador. Rakú tardó un segundo en vencerle.

– Porque no me ha dejao engancharle a mi gusto… – decía el cojo como disculpa.

Meses después luchó con uno de los boxeadores que en el mismo Circo del Ensanche trabajaron, con Petter Brown, y tales bofetadas y tan velozmente seguidas dio el cojo al inglés que, enfadándose éste, dejóse de bromas y le largó un formidable golpe en el vientre. El campeón de España, a quien, por lo visto, siempre hacían daño las chuletas, cayó sin sentido.

– ¿Este es el que anunsian con tanto bombo? – preguntó despectivamente apenas le reanimaron.

Y llenando de asombro a cuantos le escuchaban, explicó con toda sencillez el tono de desprecio con que había hecho la preguntita. En California, hacía ya muchos años, cuando fue una vez con el barco, había él luchado con otro boxeador, con uno muy negro y muy alto. Aquel sí que era fuerte, fuerte de verdad, muchísimo más que este otro con quien acababa de pelear, nada más que para tener el gusto de hacer la comparación. Del primer puñetaso, cuarenta y sinco minutos le dejó aquél sin sentido. Como que ya pensaban que no volvía.

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El cojo, también por unos meses, tornó a ausentarse de Bilbao. Cuando reapareció, una tarde que llovía a torrentes y también estaban todas las calles encharcadas, traía un extraño compañero atado con una larga cuerda al sillín de su bicicleta. Erase un perro que, según expresión suya, había pescado.

Se llamaba Pernales, y hasta hacía poco tiempo había sido un encarnizo enemigo suyo. Durante semanas y semanas, se lo encontraba a diario acurrucado en un recodo de la carretera, a unos seis u ocho kilómetros de donde él vivía, dispuesto a hincarle el diente en las pantorrillas, mejor dicho, en los huesos, y tirarlo de la máquina. Lo menos diez o doce veces había rodado por culpa suya. Para matarlo, hasta con el reloj de níquel que le diera el adquirente de su chanela le había tirado. Pero el condenado, que era muy listo, supo escurrir el bulto a tiempo y el reloj se estrelló contra el suelo. De ahí el que se decidiera a pescarlo como si fuera una lubina.

Preparó un gran anzuelo con el más fuerte de los sedales que encontraba, púsole de cebo un apetitoso trozo de carne, y aminorando la marcha de la máquina cuando llegó al recodo, deteniéndose casi, sonrió al Pernales amablemente y le echó la tajada. El Pernales mordió.

Entonces, cuando el cojo comenzó a tomar marcha, dispuesto a llevarse arrastrando al animalucho, ocurrió una cosa imprevista, una cosa que él no esperaba porque no sabía hasta entonces que el Pernales tenía talento. Vaya que lo tenía. Como que en vez de resistirse, en vez de tirar en sentido contrario, apretó el perro a correr en su misma dirección, para que la cuerda se conservase floja, demostrándole no solamente que sabia lo que se traía entre manos, es decir, en la boca, sino que para ser un perro tan pequeño, tan peludo y de tan malísima traza, corría bastante. Esta habilidad, por la semejanza con la suya, fue la que le movió a compasión.

Desde aquel día, desde que le quitó el anzuelo, eran amigos tan íntimos, que el Pernales le acompañaba en todas sus excursiones. Lo único que tenía que hacer, para no dejárselo atrás en las cuestas abajo, era cogerlo por una oreja, que el mismo perro le ofrecía, y llevarlo colgando. Pero en llano y en cuestas arriba, con tal de que el cojo no fuera a mayor velocidad que el trote de una persona, siempre al lado.

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Un detalle insignificante al parecer, y que para muchos será sin duda lo más saliente en la breve historia que se va haciendo de este tan extraño campeón ciclista, estuvo por aquel tiempo a punto de interrumpir su brillante carrera. Fue una burrada del corazón, no ya del cuerpo, que para evitar sensiblerías va a ir dicha en muy pocas líneas.

Unos vecinos de el cojo, los que allá en el pueblo cuidaron de su mujer y la atendieron mientras él estuvo en el hospital cuando lo de la botella, viéronse en un grave aprieto. Si no pagaban cincuenta duros que debían, iban a ser embargados, judicialmente despedidos de la pobre casa que habitaban.

El cojo, sin decir nada, montó en su máquina, y llorando por lo que iba a hacer, pero decidido, vino a Bilbao a toda marcha, embalado como si de ganar una carrera se tratase. Quería vender la bicicleta, negociarla por lo que le diesen, con tal de que no fuera el precio menos de cincuenta duros. Antes que todo, por encima de todo, salvar a sus vecinos.

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Llegaron por fin los días de ruidosísima gloria para el cojo, los días en que el mundo ciclista español había de reconocerle por su campeón legítimo, por su campeón indiscutible, a pesar de que para los sanos de ambas piernas resultaba una ironía el que por encima de todos estuviera un cojo de las dos, y de que la cosa pareciese una cruel burla de la suerte.

Allá por el mes de Mayo último, una mañana en que los antiguos compañeros de el cojo, los boteros que se dedicaban al pasaje entre la grúa grande y el final del Campo de Volantín, escuchaban al más ilustrado de ellos la lectura de El Liberal, coloreáronse de pronto las mejillas de todos, no por vergüenza ni por envidia, sino por un sano remordimiento, al oír que el hombre leía, abriendo asombrado los ojos y con voz velada por la emoción, un título que anunciaba: El triunfo de «el cojo». Tres veces hiciéronle repetir la lectura, dudando todavía de que aquello fuese cierto, y no contentos con eso aún, convinieron en pasarse de mano en mano el periódico para convencerse por sí propios de aquella tan gran noticia y saborearla en silencio, sin comentarios, a solas con el recuerdo del abucheo que dieran al antiguo compañero cuando formalmente les dijo adiós.

Vicente Blanco, segundo premio del campeonato de Castilla (1909)

Ilustración: Hemeroteca Digital, Biblioteca Nacional de España.

Lo que El Liberal de la mañana decía, no en la última, sino en su primera plana, y en sitio muy preferente, era lo que se copia a continuación:

«Por noticias particulares recibidas ayer en la Federación Atlética Vizcaína, a cuyo bando ciclista pertenece el discutido campeón de España Vicente Blanco (a) el cojo, puede juzgarse de la importancia del triunfo que el simpático corredor ha obtenido en la carrera Madrid-Toledo-Madrid, 131 kilómetros.

El cojo, que se cayó en el momento de salir de la meta, que tuvo antes de llegar al viraje ocho pinchazos, despegándose del pelotón de cabeza, a pesar de llevar la máquina desinflada, y llegando a aquel jurado el primero con 600 metros de ventaja, tuvo también al regreso otros dos pinchazos y una fuerte caída en un paso a nivel, de la cual resultó con erosiones en una pierna y en un brazo. A pesar de tanto contratiempo, y esto es lo que acredita los arrestos y la firmísima voluntad de Vicente Blanco, el valiente carrerista llegó a la meta tan sólo dos minutos después del primero, siendo recibido con una ovación entusiasta y aclamado como si él hubiera sido el vencedor, cosa que tan al contrario ocurrió su tan discutida victoria del año pasado en Gijón.

Lo ganado por el cojo en la carrera Madrid-Toledo-Madrid es lo siguiente: doscientas cincuenta pesetas del segundo premio ; una valiosa escribanía de plata, también de este premio, y un reloj de oro, valuado en trescientas pesetas, por haber llegado el primero al viraje. Durante su estancia en Madrid, ha ganado además el cojo, campeón chanelista de esta ría, una regata de botes en el estanque del Retiro, cuarenta pesetas en medio décimo que jugaba a la pasada lotería, y un corsé, para regalarlo a su señora, que le tocó en una rifa.

En Valencia, donde el próximo domingo se correrá el campeonato de España de este año, seguro es que Vicente Blanco, a poca suerte que tenga, volverá a ganar, revalidándolo, el título de campeón que ya hoy ostenta, y las quinientas pesetas que el tal lleva adjuntas. Así sea, pues bien lo merece ese sin par monumento del ciclismo, que tan conocido es aquí por el apodo de el cojo.

Si este hombre extraordinario tuviera las dos bien, ni poco que se reiría de los automóviles… y hasta de los aeroplanos.»

Aunque esto de los aeroplanos no lo entendiesen muy bien los boteros, y aquello de la lotería y el corsé les oliera un poco a pitorreo, convinieron en una cosa.

Aquel no era solamente un triunfo de el cojo, su antiguo y muy querido compañero de oficio: era también un triunfo de ellos, pues quien más, quien menos, le había animado a lanzarse, le había ofrecido su incondicional apoyo, en la seguridad de las victorias que le aguardaban y que tanta popularidad y tanto dinero habrían de darle. E interrumpiendo durante un larguísimo rato el pasaje, discutiendo cada vez más acaloradamente sobre quién de ellos había sido, o era, más íntimo amigo de el cojo, de aquel que había vencido nada menos que en Madrid, y que por las trazas iba a triunfar también en Valencia, allá donde por entonces se celebraba una Exposición de la que constantemente estaban hablando los periódicos, entraron todos en la taberna vecina a la grúa y pidieron la primer ronda de chiquitos de tinto.

Bien, bien le iban a obsequiar cuando el hombre, a su regreso, apareciera por allí, anhelante, sin duda, por codearse y por beber unas copas, aunque tan arriba estuviese ahora, con aquellos que tanto le animaron, y que le despidieron, no lo negaría él, con la primera ovación que había escuchado en su vida.

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La noticia de que la carrera del campeonato había sido suspendida el domingo para que fue anunciada, por causa del mal tiempo, hizo crecer la impaciencia de los chaneleros y de cuantos se interesaban por el triunfo definitivo de el cojo. Todo el pueblo lo deseaba, lo ambicionaba con entusiasmo de verdad. El lunes de la semana siguiente no publicó noticia ninguna El Liberal, ni por la mañana pudo saberse nada entre los boteros de lo ocurrido en Valencia el día anterior, y aquello les dio mala espina. Habría tenido tan innumerable serie de pinchazos en aquellos neumáticos que no eran ya los de calabrote, habríase dado tantas caídas, que ni siquiera habría concluido la carrera. Por eso no hicieron aprecio de algo que por la noche llegó en rumor hasta la grúa. A última hora de la tarde había habido en Bilbao movimiento inusitado, cohetes, música, escándalo, un gentío inmenso corriendo y alborotando por las principales calles.

El Liberal en otro artículo que también a continuación se copia, les dió la clave a la mañana siguiente. Bajo el título La llegada de «el cojo», decía así el periódico:

«Por habérsenos traspapelado unas cuartillas dejamos de dar cuenta ayer de la victoria, en Valencia, del simpatiquísimo campeón de la Federación Atlética Vizcaína, Vicente Blanco (a) el cojo, quien después de haber corrido brillantemente la carrera de 131 kilómetros Madrid-Toledo-Madrid, llegando allí en segundo lugar a pesar de las muchas averías y caídas, ha obtenido ahora en Valencia, corriendo los 100 kilómetros del campeonato de España, un triunfo colosal, definitivo. El cojo, que ya el año pasado había conquistado en Asturias el honroso título de campeón español, lo ha reiterado ahora ganándolo por segunda vez, cosa dificilísima si se tiene en cuenta que a esta carrera concurren todos los mejores ciclistas de la Península, admirablemente entrenados para la prueba.

Veintiún ciclistas han corrido en Valencia sobre una carretera infernal por culpa de las lluvias, y Vicente Blanco, a quien no arredra nada, ha hecho los 100 kilómetros del recorrido en cuatro horas un minuto, sacando sobre el llegado en segundo lugar – el campeón de Valencia – treinta y cuatro minutos de ventaja.

La noticia de que el cojo llegaría a Bilbao ayer tarde se propagó velozmente por todo el pueblo, y al efecto de que tuviera el campeón de España un digno recibimiento, la directiva de la Federación Atlética Vizcaína acordó salir a encontrarle en el camino para retrasar su entrada en Bilbao y dar tiempo a los preparativos. Los automóviles de D. Francisco de Larrea y de D. Feliciano Echevarría salieron para Llodio a las tres de la tarde y allí esperaron la llegada del tren correo en que venía el cojo. Después de pasar con él un gran rato en Llodio, y de merendar suculentamente en Arela, los dos automóviles vinieron corriendo en competencia hasta el alto de Miraflores, donde se reunieron con gran número de ciclistas de la Federación Atlética a quienes se habían encomendado los detalles de la organización, y que en el citado alto medio destrozaron a el cojo a fuerza de abrazos y efusivas felicitaciones.

Dadas las ocho, se hizo la entrada en Bilbao. Las bocinas de las bicicletas, las sirenas de los dos coches, y cientos de cohetes, comenzaron a embarullar el espacio.

Bilbao, Achuri (Hauser y Menet, 1890)

Ilustración: Biblioteca Digital Hispánica.

En Achuri, donde se organizó la comitiva, aguardaba una charanga contratada por la Federación, y unos cincuenta ciclistas con antorchas y farolillos a la veneciana. El cojo, que iba de pie en el centro del primer auto, saludando al público ceremoniosamente, muy conmovido ante los entusiastas vivas y calurosos aplausos con que su victoria se saludaba por todo el público, fue llevado lentamente, para que el pueblo entero tuviese ocasión de aclamarle, hasta el domicilio de la Federación, y allí habló el hombre desde el mirador principal, agarrado a la bandera de la Sociedad y con el rostro iluminado por los farolillos que en todos los balcones pendían. El cojo, muy parco en palabras, dijo en su discurso que él no sabía hablar bien, pero que sabía correr para poner muy alto aquel pabellón que en la mano tenía, concluyendo con un viva a Bilbao, que fue respondido por todos los oyentes. Hasta como orador de mitín y de balcón obtiene triunfos este hombre.

Después, el cojo, que ha regresado de su brillante tournée con unos zapatos tacón Luis XV, unos calcetines verdes, unos calzoncillos a listas azules y unas cuantas varas de vendaje en ambas piernas, comenzó a dar sus impresiones. Las peores carreteras de Vizcaya, aun en época de grava, son puro esfalto1 comparadas con las de Valencia… Y, en fin, que cuando más ha corrido en toda esta tournée, ha sido para escapar de unos gitanos, allá por Aranda de Duero, cuando iba a Madrid en bicicleta, que se metieron con él para robarle la máquina.

A unos ochenta por hora dice que subió un repecho.

Frente al domicilio de la Federación Atlética Vizcaína estuvo tocando hasta las diez la charanga, y fue muchísima la gente que subió a felicitar y abrazar a el cojo. El domingo próximo será obsequiado con un gran banquete en Ibarrecolanda y concurrirá como capitán de cabeza a la excursión nocturna a Asúa, que se verificará el próximo sábado.

Sea bien venido el monumental Vicente Blanco, campeón de España y de todos los cojos ciclistas que pueda haber en el mundo, y reciba nuestra más cordial felicitación. Eso es un hombre.»

Había dejado El Liberal sin decir lo más importante, lo más grato para el cojo en aquella noche memorable, en aquella noche que coronaba brillantemente las ambiciones de sus más preciados sueños.

Minutos antes de que la bulliciosa y alegre comitiva llegase ante el domicilio de la Federación Atlética Vizcaína, una anciana, acompañada de tres o cuatro pequeñines muy simpáticos, había entrado allí y pedido permiso para colocarse en el mirador principal. Eran la madre y los sobrinitos de el cojo, grandes admiradores de su tío y de las hazañas que la voz popular contaba de él. Y hubo que ver las veces que la buena mujer gritó ¡viva mi hijo!, mientras la multitud, allá en las calles, le aclamaba también delirantemente. La anciana, como los chaneleros, se había olvidado de las mil riñas que a el cojo echara siempre por su afición desmedida a la maldita bicicleta, y de los disgustazos que por el tal chisme se había llevado.

El triunfo, cuando llega, todo lo cambia, todo lo justifica. Por eso es triunfo.

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Hasta los adoquines del empedrado, tanta era ya su popularidad, se levantaban a su paso para decirle: ¡adiós, cojo! En los escaparates de las principales casa fotográficas veíanse sus retratos, con el jersey y el gorrito de marras, y treinta o cuarenta golfillos, futuros campeones acaso, escoltábanle siempre. Los más atrevidos, sonriéndole admirativamente, hasta se permitían tocarle para ver de qué era.

– ¡Quitéis, hombre, quitéis un poco! – decía el cojo, apartándoles suavemente.

Los obsequios llegaron a tanto y tan expresivos fueron, que en la primera semana tuvo que purgarse tres veces. El día que apareció por los muelles, no con su boina, sino con un sombrero hongo de especialísima forma inglesa, fue para él memorable. Desde las once de la mañana hasta las tres de la tarde, tuvo por precisión que aceptar cinco comidas, en todas las cuales le dieron alubias, muchas alubias.

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Pasados tres meses, cuando los agasajos, los regalos, las enhorabuenas, las invitaciones y todo aquel clamoreo que su triunfo levantara fuéronse acallando un poco, el cojo y el presidente de la Federación Atlética Vizcaína se reunieron un día a almorzar solos en el famoso chacolí de Pantaleón. Para entonces, y con el dinero ganado en aquellas carreras y en otras tres o cuatro más que había corrido después, el campeón de España tenia ya en el pueblo donde se casara y vivía, en el tranquilo rincón de sus descansos, una vaca, un serdo… y la mar de gallinas.

– Más felis que un pájaro, muchísimo más.

Llegados los postres, aquel extraño ciclista, que tan alto había sabido poner el pabellón de la Sociedad en que entrara tímidamente, caballero en su borrica, y por cuyos salones paseábasele ahora en hombros, desató del manubrio de su bicicleta un gran paquete y desenvolviólo cuidadosamente sobre la mesa. Su rostro había tomado una expresión solemne.

– Me he traído esto por si hay que escribir…

Era un estuche conteniendo una escribanía de plata, la que ganó en Madrid, y con la cual se proponía hilvanar su historia, como Dios le diese a entender, cuando tuviera a quien dictar e hiciese un tiempo tan malo, tan malo que no pudiera salir de paseo en bicicleta. El quería que se enterase todo Bilbao, toda España, de que se llamaba Vicente Blanco, Vicente Blanco y no el cojo. Bastaba ya de motes.

– Porque cojos había muchos, muchos…

– Pero como tú, ninguno. Ninguno en el mundo.

– Sí ; eso, verdad es. Ni habrá…

Luego, mientras tomaban el café y echaban al aire el humo de unos habanos, Vicente Blanco sonrió picaresco, anunciando que iba a contar algo muy interesante, aunque no podía figurar en la historia ; miró después hacia su bicicleta, aquella adorada máquina, gracias a la cual siempre llevaba ahora cinco pesetas en el bolsillo, y enrojeciendo por la natural vergüenza de confesar que, allí donde se le veía a él, tenía su palmito entre las damas, sobre todo siendo casadas, empezó a decir en voz baja:

– Un día, después de ganar una carrera, me se acercó la señora de un tal…

Y contó la aventura.

Enero 1910. – Bilbao.

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1 Al día siguiente, cuando el cojo leyó El Liberal, hizo respecto de esta palabra una aclaración de importancia. Él sabía de sobra que se decía asfalto, pero dijo esfalto… porque no había cenado todavía.

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«El Cojo» cuenta sus aventuras a José María Mateos

En 1933, Vicente Blanco concedió una entrevista al periodista José María Mateos (1888-1963) para el semanal As. Acompañado de varias fotografías del mítico corredor, el artículo El «Cojo» campeón. Vida y aventuras de Vicente Blanco, personaje de la leyenda ciclista española se puede leer en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España.

El «Cojo», paseando por Bilbao en compañía del señor Piquero, fundador del Gimnasio Zamacois, que precedió al Club Deportivo, y uno de los elementos más destacados de la F.A.V., que presidió Aranaz Castellanos y por la que corría el «Cojo»

El «Cojo», en tertulia con antiguos amigos, en la terraza de un café bilbaíno

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Transcripción realizada por Christine Sétrin, con la colaboración de Ángel Pozo a partir de un ejemplar personal. Las preciosas ilustraciones de José Arrué (1885-1977) de la edición original no se han podido añadir a este trabajo por no estar todavía en el Dominio público.

Biblioteca Municipal de Vila-real. Dicembre 2019.

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