CAPEK-CHOD, Karel Matej – La Promoción del Sr. Chalvey

Karel Matej Capek-Chod (1860-1927)

La Promoción del Sr. Chalvey

(1913)

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Iliá Ilich Méchnikov (1845-1916), microbiólogo ruso, Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1908

Ilustración: Gallica.

Richard Chalvey, sentado en su gabinete de trabajo, estaba soñando. No hubiera podido decir cuánto tiempo hacía que la tarde había empezado a cederle el paso a la noche, la cual se estaba oscureciendo a ojos vista. Los rayos de la luna llena ya habían abandonado la esquina en la que se encontraba. Después de brillar con todo su resplandor cuando había luz, los títulos dorados de los libros de su biblioteca, que contenía todo lo que se había escrito hasta entonces sobre los protozoarios y, en particular, sobre las amebas, objeto especial de sus investigaciones, relucían ahora sin fuerza en la penumbra. En cambio, a la izquierda del científico, un gran termostato salió de la oscuridad, alcanzado por unos rayos de luna de una blancura de azucena, y tan intensos aquel día que las piezas de níquel del aparato los reflejaban como en una lluvia de chispas. El lateral que lleva los objetivos en la placa del microscopio brilló de hecho tan fuerte que Richard Chalvey casi sintió dolor en el ojo derecho. En efecto, este ojo se había debilitado un poco durante aquellos treinta años de trabajo intensivo, de día y de noche, en el microscopio. Pero Chalvey no se arrepentía; al contrario, estaba dispuesto a sacrificar su otro ojo a la Ciencia sagrada de la que era uno de los grandes maestros iniciados.

El sacrificio no había sido vano. ¡ Oh, por supuesto que no ! Chalvey notó que su pecho se dilataba de satisfacción con esta idea. Aunque durante mucho tiempo, se le había mostrado ingrata y había guardado su secreto celosamente, la Ciencia finalmente se había dejado seducir por las incantaciones nocturnas sacadas de los in-folios de los títulos dorados, y le había entregado a Chalvey su tesis, tesis que el investigador pudo añadir al tesoro del templo de su divinidad, inmortalizando al mismo tiempo su propio apellido. Después de veinticinco años de estudios y experimentos, Chalvey, hasta ahora privatdozent (1) sin notoriedad en la Universidad y químico-preparador en el Instituto municipal para el control de alimentos, por fin había conseguido colorear el reticulum del cuerpo de las amebas.

Colorearlo significaba hacerlo visible con el microscopio, es decir probar científicamente su existencia, hacer que desaparecieran de los libros técnicos frases del tipo: «es verosímil», «supongamos», para sustituirlas por la simple afirmación incontestable, por el hecho exacto y firme.

Pero Chalvey había pagado con treinta años de su vida la conquista de este hecho, treinta años de privaciones y sacrificios inauditos. El ídolo de cobre guardado debajo del globo de cristal, este espíritu maligno que era el microscopio, había devorado toda su fortuna y todos sus honorarios; pero lo que más desgastaron sus fuerzas y su salud fueron los experimentos químicos emprendidos para encontrar una sustancia colorante que permitiera hacer aparecer esa red de una finura ultramicroscópica que caracteriza el reticulum.

Lo consiguió progresando paso a paso, con método, para lo cual había necesitado largos años de trabajo, mientras que el invento del aparato vibrador, con oscilaciones tan mínimas como fuese posible, y que le permitió llegar a su descubrimiento, fue el resultado de un momento de inspiración de su genio intuitivo, tal como lo habían dicho textualmente los Archivos para estudios especiales de los protozoarios de Londres.

El descubrimiento que Chalvey acababa de hacer tenía un alcance mundial, aunque limitado al ámbito de los científicos. Para ellos, el hecho de poder ver el reticulum suponía una verdadera revolución. Desde entonces, no hubo un idioma civilizado en el que no se publicó un ensayo sobre Richard Chalvey y su descubrimiento, hallazgo que marcaba un hito en los anales de la biología; y cuando el feliz científico checo anunció la publicación de una nueva clasificación de las amebas en la que demostraría que de las cuarenta y dos especies admitidas hasta entonces, había que restar quince, se cablegrafió la noticia a todos los naturalistas del mundo. Y el insignificante privatdozent, simple ayudante de un instituto municipal, vio como casi de repente le ascendían al puesto de profesor de la Universidad de Praga.

Sin duda, el asunto había sido propiciado por alguna influencia extranjera. El impulso vino de un colega japonés de Chalvey, su antiguo camarada de laboratorio en Heidelberg, que había declarado en la Revista de la Universidad de Yeddo, que se publicaba en inglés, aunque equivocándose ligeramente sobre la situación política de la Bohemia en aquella época, que aquel país debía de ser poblado únicamente de genios, ya que daban las funciones de controlador de carnes a científicos de primera clase. Una alabanza como ésta no dejó de producir una impresión muy notable en el ministerio de la instrucción pública en Viena. En resumidas cuentas, llegó el día en el que el boletín oficial publicó la promoción de Richard Chalvey, doctor en ciencias, al puesto de profesor de la Universidad; ¡y no sólo eso! Después de la publicación de esta noticia, se anunciaba que habían jubilado al profesor X., consejero áulico, irreductible adversario científico de Chalvey, y principal responsable de que el nuevo profesor hubiera estado a punto de celebrar el veinticinco aniversario de su entrada en funciones como simple privatdozent.

Si añadimos además que el profesor Chalvey heredaba la cátedra de su enemigo, acordaremos que tenía todas las razones del mundo de estar satisfecho. Recordando aquel evento que se había producido ese mismo día, se sentía invadido de un inmenso sentimiento de ambición deliciosamente estimulante, muy excusable desde el punto de vista humano y, sobre todo, universitario.

Su mano – así como acostumbraba cuando sentía una emoción agradable – se extendió hacia la pitillera de bronce, pero, por primera vez de su vida, la detuvo y la dejó caer.

La pequeña pila de cigarrillos, su ración de cada noche, no había sido empezada; hacía rato que la imponente cafetera se había enfriado, y, a su lado, el montón de terrones de azúcar brillaba, intacto, en la luz de esa noche mágica.

En un largo y triste suspiro, la ambición deliciosamente estimulada se esfumó.

El profesor se levantó y abrió la ventana. La noche mágica, que hasta ahora había mirado en su habitación mediante el ojo redondo de la luna, se metió entera y pareció abrazarle con sus brazos ardientes.

El murmullo de la presa en el río cercano irrumpió al mismo tiempo que el perfume embriagador del jardín, cubierto de jazmín en flor. Pero parecía que el olor húmedo de la niebla del río procediera más bien de los racimos blancos que un inmenso castaño de Indias ofrecía por todos lados en un gesto irresistible de sus ramas nudosas, muy por encima de la superficie del agua y hasta la ventana. Las alturas del monte Petřín, transformado por la noche, parecían haberse acercado casi hasta el jardín. Las cimas de sus árboles, inundadas por la luz de la Luna, se dibujaban con un sorprendente relieve, a pesar de presentar solo dos matices de verde, de un tono de acuarela.

Pero Chalvey no percibía nada de todo eso, absorbido en contemplar su imagen que se reflejaba en el cristal con una nitidez admirable.

Sin duda, esta puesta de relieve en el retrato reflejado por el cristal de la larga barba entrecana del científico era una de las características ópticas de esa noche. Todo lo blanco estaba realzado de manera extraordinaria por el resplandor de la Luna, especialmente una zona plateada en medio de la barba y la pequeña llama del Espíritu Santo encima de la frente socrática de Chalvey. Detrás de este pequeño mechón de cabello blanco, se erguía su pelo.

El profesor suspiró tres veces, porque estos dos mechones grises a los que, hasta ahora, no había prestado atención, eran precisamente lo que había provocado su estado de ánimo mórbido. Por culpa de ellos, no había encendido su lámpara, el café y los cigarrillos se habían quedado intactos y ni siquiera pensaba en ponerse a trabajar.

Porque ese día, un dedo largo y fino había tocado estos mechones blancos de una manera muy significativa y una voz grave le había dicho:

– De hecho, el estado general es del mismo estilo.

Y la persona que había pronunciado estas palabras no era una persona cualquiera. Era un médico de autoridad irrecusable al que Chalvey había consultado por su ojo antes de decidirse a sacrificar el otro al gran problema de la nueva clasificación de las amebas.

El diagnóstico enunciado por el especialista, después de examinar cuidadosamente los ojos de Chalvey, no era tranquilizador, y no sólo para la vista del científico, desgastada por el trabajo en el microscopio bajo una luz artificial: el doctor había encontrado, mirando la retina del enfermo, síntomas de un estado general de salud malo, que, según parecía, no podía callar.

En resumidas cuentas, por lo que había dicho el doctor con todas las precauciones posibles, resultaba que Chalvey se encaminaba hacia la esclerosis, si no estaba afectado ya.

El doctor se había informado minuciosamente del modo de vida del científico, y, cuando supo de su existencia de anacoreta, sacudió la cabeza, muy sorprendido. Incluso tuvo un sobresalto de sorpresa cuando, a la pregunta sobre sus relaciones femeninas, Chalvey le confió que era casi tan inocente como un estudiante de segundo; de hecho el doctor no pudo reprimir una sonrisa, lo cual obligó Chalvey a repetir, sonrojándose:

– He dicho casi, doctor, ¡casi!

En cambio el doctor se quedó estupefacto cuando Chalvey confesó las cantidades de café y de cigarrillos que consumía todas las noches mientras trabajaba.

El famoso oculista estaba realmente horrorizado mientras le aseguraba a Chalvey que esta cantidad sería suficiente para abastecer la clientela de un pequeño café, y le predijo, con un error de pocas semanas, la fecha en la que empezaría el inevitable fin, a no ser que se abstuviera desde ya de comenter estos dos pecados mortales, peores que todos los demás reunidos. Después de recomendar a Chalvey que se pasara por el laboratorio del doctor Koutchera, Calle de los Carniceros, para que le tomaran la tensión, lo despidió con algo de dureza.

Eso había ocurrido ese mismo día, el día en el que se había publicado su nominación triunfal en el Boletín Oficial.

Prohibirle el microscopio, el café y los cigarrillos, eso era como cortarle las aletas dorsales y abdominales a una carpa para volverla a tirar al agua.

Chalvey, por lo tanto, tenía bastantes razones para estar melancólico.

No obstante, estaba más irritado que triste.

No daba crédito al famoso oculista y no había visitado al doctor Koutchera; sin embargo, después de pasar toda la tarde paseando, no cenó, no encendió su lámpara y se abstuvo de nicotina y de cafeína, a pesar de que su fiel asistenta lo hubiese preparado todo como solía hacer siempre.

Chalvey sólo admitía que tenía miopía en un ojo y presbicia en el otro, ya que no había podido confirmar ninguno de los síntomas que el médico había enumerado: su memoria seguía siendo excelente, no había notado ninguna disminución de su capacidad de trabajo, y esa misma tarde había escalado todas las alturas de los alrededores de Praga para comprobar si tenía palpitaciones o zumbidos. ¡Nada de eso!

– Me siento vivaracho y fresco como si tuviera treinta años, dijo para sí mismo.

De hecho, era por lo menos tan verde como cualquier quincuagenario.

Sin embargo, una especie de miedo y algo indefinible que se parecía mucho al arrepentimiento se habían instalado a su lado, cerca de la ventana abierta por la que entraba el murmullo del río.

Un momento antes se había interrumpido un sonido tan encantador como el olor del jazmín. Un ruiseñor había dejado de cantar, lo cual le pareció a Chalvey que era una elegía que lloraba las alegrías de la vida que había despreciado. Este canto le impresionó tanto porque, probablemente, no se percató de su presencia hasta que se interrumpió. Ah, ¿por qué no había escuchado el canto del ruiseñor? ¿por qué no había aprovechado la vida mientras sonaba el canto de la juventud? Ahora sólo quedaba hablándole tristemente el murmullo del río de la vida llegada al dique del cincuenta aniversario. ¡Ah! ¡el río, y tampoco la vida, nunca remontan hacia su manantial!

Chalvey le echó una mirada de odio a su ídolo que brillaba debajo de su campana de cristal y al que había sacrificado todo, juventud, salud, alegrías y goces de los que participa cualquier ser humano, incluso el más pobre.

Toda la noche, el restaurante instalado en las alturas del Petřín había repercutido una ruidosa música militar. A pesar de que hubiera cerrado las ventanas para sustraerse a la banalidad de estos sonidos, ahora que el concierto se había acabado desde hacía mucho rato y que las luces del parque, ahí arriba, se habían apagado, tuvo la nostalgia de esta música como del canto del ruiseñor, y le pareció que todas las piezas que habían sido interpretadas lo habían sido en modo menor.

Sí, había dejado escapar todas las voluptuosidades de la vida y no sólo las vulgares, sino también las diversiones mundanas, teatro, literatura, grandes conciertos, viajes, deportes y Dios sabe cuántas más que él ni siquiera imaginaba.

¡Y todo eso por el reticulum de la Amœba Proteus Ehrenberg y por la nueva clasificación de las amebas!

Inconscientemente, sus dedos alcanzaron un cigarrillo: hasta ahora, cada vez que sentía una emoción, aunque fuera dolorosa, se fumaba uno. Pero esta vez no lo encendió, se acordó de su visita al oculista y de lo que le había dicho para advertirle contra los dos pecados mortales más perniciosos. Dócilmente, volvió a colocar el cigarrillo en el montón y se puso a recorrer a grandes pasos su espacioso gabinete de trabajo.

¡Demonios! ¡Nunca en toda su vida se había abandonado a verlo todo negro como esta noche!

Ah, si no hubiera visitado aquel maldito médico, seguro que en este momento, ya no se acordaría del mundo que le rodeaba. Inclinado sobre su microscopio, debajo de la luz cruda de su lámpara Osram, seguiría estudiando cómo se comporta el reticulum del individuo materno cuando se divide en dos. Se fumaría los cigarrillos uno detrás de otro, bebería las tazas de café una detrás de otra, y no se plantearía que pudiera haber en este mundo diversiones y divertimientos vulgares de los que pudiera arrepentirse de no haber conocido.

Chalvey hizo una mueca dirigida a su imagen en el cristal, a su barba blanca y a su mechón frontal que le habían valido el apodo de «San Pedro».

En ese momento, la ventana de en frente, al otro lado de la estrecha calle, se abrió estruendosamente y el gancho golpeó la pared con fuerza. La silueta blanca de una mujer, después de empujar las dos hojas de la ventana, aspiró dos o tres veces, dejó caer todo su peso en la repisa de la ventana y lo hizo tan brutalmente que se hubiera podido temer por sus jóvenes senos, y se puso a respirar el aire a todo pulmón. Era obvio que no se trataba de un accidente: por la ventana abierta resonó una clara risa juvenil, y detrás de la joven, otra forma blanca apareció.

El joven reía con una voz en la que la muda era aún reciente; le parecía a Chalvey que la risa le llegaba amplificada, dado que la pequeña habitación de enfrente tenía un techo muy bajo; y la joven, llena de alegría, desfallecida en la ventana, sacudía la cabeza como si por fin se hubiera convencido de algo que antes le hubiera parecido increíble.

De repente, como movida por un muelle, la esbelta silueta se irguió, se echó al cuello del joven y lo abrazó.

Y lo besó, ¡lo besó!

Lo atrajo hacia la ventana, le puso los brazos alrededor del cuello y debajo de la axila, cubriéndolo de besos.

Se parecían más a dos chicas jóvenes que a un hombre y a una mujer; la amante parecía incluso más viril que él, rubito, muy jovencito, con el caracol de pelo pegado en la sien.

Se reía de la insaciabilidad de la bacante que parecía no tener bastantes brazos para abrazarlo a su antojo.

Quién hubiera pensado que el instinto de la mujer fuera tan desarrollado ya en esta joven modista, inclinada desde la mañana hasta la noche sobre su máquina de coser y que echaba de vez en cuanto una mirada indiferente a la casa de enfrente.

En cuanto al hombre, levantaba los hombros con una sonrisa condescendiente y un poco fatua, sin responder a su fogosidad: como mucho le ponía las manos en los hombros, que todavía eran las de una niña, cuando una caricia se alargaba mucho.

Sus besos eran tan bruscos y tan impulsivos que una mecha negra, escapada de su cabello medio desatado, no paraba de moverse al ritmo de su cabeza.

Pero cuando el paroxismo de su pasión se aflojó y se cambió por una simple ternura y la joven presionó suavemente su mejilla contra la del adolescente, fue él el que no aguantó más y de nuevo buscó sus labios. Se abrazaron con tanta fuerza que Chalvey no se hubiera sorprendido de oír crujir sus codos.

Antes de que Chalvey volviera de su asombro, las dos sombras desaparecieron como si alguien hubiera borrado sus siluetas blancas, y el profesor se quedó mirando la ventana vacía que le enseñaba su fondo negro parecido a una boca que se abriera con desdén para responder a un curioso inoportuno.

Como todas las casas muy antiguas, la de enfrente tenía una fachada expresiva con una delicada ornamentación cuyo aspecto primitivo había sido desfigurado por los lucidos sucesivos aplicados a lo largo de los siglos. Y esta fachada característica parecía increpar a Richard Chalvey, profesor de la Universidad y doctor en ciencias:

– ¿Pero bueno, hombre, qué te pasa que pareces sorprendido, como si no te hubieras imaginado aquellas cosas?

¡Claro, así ocurre, no puede ni debe ser de otra manera!

¡Oh! Otro día, Chalvey ni siquiera hubiera echado una mirada a los dos enamorados cuyas locuras no le habrían parecido dignas de una sonrisa de lástima, pero ese día…

El científico, cansado por su vigilia, sintió la necesidad de refrescarse, a pesar de todas las prohibiciones de la facultad; se pudo oír el ruido de cuatro terrones de azúcar que caían en la taza.

Pero no vertió el café.

En ese mismo momento, la flauta del ruiseñor se puso a sonar en el jardín y la melodía se elevó, tan fuerte y victoriosa, que hizo callar hasta el murmullo del río. Chalvey tuvo todas las dificultades del mundo para reprimir una lágrima que hinchó su párpado, y, cosa extraña, tal era la conmoción provocada por el ruiseñor con su comentario sobre la ley enunciada justo antes por la vieja casa en la que, durante siglos, generaciones de hombres habían vivido y amado, que no tuvo ninguna vergüenza de su debilidad sentimental. Y a esta ley eterna del amor la había traicionado mientras registraba las leyes de la naturaleza, la había despreciado mientras examinaba, debajo de la lente de su microscopio, como la cumplían los protozoarios. A esta ley la había traicionado, en perjuicio suyo, y para su desgracia. Mientras miraba la fachada de la casa de enfrente, inundada por la luz de la Luna, y el hueco negro de la ventana que seguía abierta, le invadieron unos celos intensos hacia la joven e incluso hacia todas las mujeres en general, empezando por la mujer de la cual ya no se acordaba.

La estrella que, una hora antes, se había levantado detrás del Petřín, parpadeaba, como si tuviera ganas de dormir, encima de la cumbre, antes de desaparecer detrás de ella; el ruiseñor se había callado de nuevo, ya que, para él también, sólo había sido un intermedio en esa noche de amor: la noche misma respiraba con calma. Solo, el río seguía con su murmullo.

Chalvey padecía un extraordinario sentimiento de ansiedad; de repente le resultó imposible quedarse quieto. Tenía que salir a la conquista de lo que todavía le quedaba de felicidad. Tenía que encontrarlo esa misma noche, a toda costa, antes de que la profecía del doctor se cumpliera.

Cogió su sombrero y salió con paso sigiloso, para no despertar a su asistenta. Sus precauciones eran inútiles, no tenía por qué temer alterar el descanso de la señorita Filomena, ya que el pálido resplandor a través de la puerta acristalada al final del pasillo daba pruebas de que todavía velaba.

Instintivamente, se acercó, puso la mano sobre el pomo de la puerta, abrió, ya no era momento de echarse atrás, entró. Un grito, y la luz se apagó pero no lo suficientemente pronto para que no pudiera, de una mirada, evaluar la situación. En otras circunstancias, en una situación como esa, Chalvey hubiera huido discretamente; pero esa vez, se quedó. Quizás fue por la atmósfera cargada del olor embriagador del jabón o quizás la vela no fue soplada suficientemente pronto.

Y no solo se quedó, sino que se acercó de algunos pasos.

La señorita Filomena estaba a merced suya. Al apagar la lámpara, había entregado toda su fuerza a la luz de la luna. Y fue en esta claridad blanca que, en su confusión, fue a buscar refugio. Se acurrucó en el ángulo de la ventana, y, aunque las ventanas fuesen decoradas con cortinas de muselina, su cabeza proyectaba sobre la pared una sombra tan densa como si hubiera hecho sol.

Rezó, suplicó a Chalvey cuyos labios secos balbucearon algunas palabras sin sentido; cuando por fin le ordenó que se marchara, se puso en marcha efectivamente… hacia ella.

La señorita Filomena pataleó con sus pies desnudos.

«¿Cómo?», preguntó él, a pesar de que ella estuviera callada y solamente lo desafiara con la mirada.

Chalvey fue cogido como de un escalofrío de fiebre viendo cuanto había embellecido Filomena, con el gigantesco y sabio edificio de su moño deshecho, su largo cabello desatado corría por sus sienes, su cara y su pecho, y era tan largo que formaba, por la sola presión de sus brazos, un albornoz ancho, única prenda que tapara a la señorita Filomena en aquel momento.

¡María la egipcia!

Murmuró algo con una voz lastimera, sin que él la entendiera; él también quisiera haber dicho algunas palabras, pero sólo pudo articular un sonido ronco.

No podía quitar sus ojos de los hombros de la mujer cuya blancura emergía del velo oscuro de su cabello; sin duda hacía tiempo que estos hombros ya no eran casi infantiles, pero cuando levantó sus brazos que temblaban y que sus dedos se mezclaron convulsivamente con los dedos del hombre, que sus manos se pusieron a temblar al unísono de la misma fiebre, Richard Chalvey ni siquiera intentó recuperar la poca sangre fría que había conservado desde que había cruzado el umbral de la puerta…

∗∗∗

Cuando volvió a su gabinete y se acercó a la ventana, que se había quedado abierta, las alturas del Petřín se habían echado atrás hacia su sitio habitual; en lugar del cántico del ruiseñor resonaba el pío imperioso de los gorriones que retozaban en las ramas del castaño de Indias, oscurecidas por el rocío; la Luna, parada en un recorte azul del cielo entre el Petřín y el tejado de la casa de enfrente, estaba tapada por la niebla y tan pálida como si fuera de platino; había gastado y agotado toda su luz; la ventana de los dos amantes estaba cerrada y la elocuente fechada de la casa había vuelto a su indiferente silencio de muerte en el alba pálido de las primeras horas de la mañana.

Chalvey, cerca de la ventana, fumaba y bebía; había echado todo el azúcar en la cafetera, bebía una taza detrás de otra y fumaba un cigarrillo detrás de otro.

Se reía ahora, igual que había reído el chaval de enfrente a la medianoche; la noche pasada le había vuelto cínico, a él, el canoso. Tenía más de un motivo para reír. De nuevo recordó y repitió – cuántas veces lo había hecho ya – lo que Filomena había murmurado con su voz lastimosa antes de que sus manos se juntaran:

«¡No, no! ¿En qué está pensando, Señor? ¡Pero si me caso mañana! ¿Se ha olvidado?» balbuceó, atrayéndolo hacia ella con sus brazos estremecidos.

Pues sí, era completamente cierto que se había olvidado de aquel matrimonio; y no obstante, en su calidad de padrino de la novia, ¡iba a ir a la boda! ¡Cómo podía ser que no se acordara al empujar la puerta de la habitación! Recordaba cómo el novio, vestido con su uniforme azul de jefe de trenes, había venido a pedirle la mano de la señorita Filomena, a él, el sustituto del padre, como se había expresado, obedeciendo probablemente a un tierno deseo de la novia. ¡Ah, la había hecho buena! ¡Le había robado su noche de boda, al jefe de trenes!

Y todo lo que, el mismo día, le había contado el doctor, sobre la regresión y la involución, sobre la marcha retrógrada del cuerpo humano, sobre la lenta extinción de la vitalidad… ¡Sandeces, todo eso! Aquello le dio risa de nuevo. Se sentía feliz, porque veía que todavía era capaz de hacerse con todas la delicias de la vida, abandonadas hasta entonces, y cuyo número era todavía ilimitado para él. Fresco y resuelto, seguía con los ojos la chispa que corría alegremente a lo largo de su cigarrillo, avivándose a cada bocanada. Se sentía muy a gusto; sólo su sangre en ebullición no quería apaciguarse.

Pensaba en Filomena con un reconocimiento tierno; la recordaba sin parar, bañada de luz, en su pudor impotente que amenazaba convertir la situación en algo cómico; se acordaba de sus esfuerzos hipócritas para quitárselo de encima al mismo tiempo que le prodigaba caricias apasionadas; se acordaba también de su amarga queja, que reiteraba siempre.
«¿Ah, por qué el Señor no ha venido antes?» repetía sollozando, «¿por qué no vino cuando, hace ocho años, entré a su servicio, heredando la plaza de mi hermana sin que el Señor siquiera se diese cuenta del cambio? ¡Ahora es demasiado tarde!; ¡no puedo engañar al buen hombre que me va a dar su apellido y al que, dentro de unas horas, tengo que prometer, delante del altar, obediencia y fidelidad para toda la vida!»

Y, cuando fue demostrado que no era demasiado tarde, ¡esta declaración ardiente de su adoración por su amo que había perdurado durante ocho años! ¡Y esta confesión de que había dejado de encerrarse con llave por la noche desde que había adquirido la certeza de que le era totalmente indiferente! ¡Y los agradecimientos, entrecortados de sollozos, por haberle dado esta felicidad, felicidad tan grande que le bastaría para el resto de su vida y callaría el remordimiento de haber engañado a su novio!

Obviamente, el matrimonio con el jefe de trenes no tendría lugar. Cometer un adulterio, y sobre todo seducir a una novia antes del matrimonio, son condimentos picantes de la leyenda donjuanesca y Chalvey quizás habría dado muchas cosas por poder alzarse a un nivel tan alto de ligereza moral: pero mientras recorría su gabinete a pasos tan pesados que algo tembló dentro del termostato mal equilibrado, Chalvey se prometió solemnemente que se reservaría para él a Filomena… eh, ahora ya no se acuerda de su apellido; quizás en eso el doctor tenía razón, su memoria estaba realmente disminuyendo. De hecho estaba hasta un poco humillado.

¡Y qué calor sofocante estaba haciendo aquella mañana! ¿O era él, que tenía tanto calor? ¿Quizás no debería haber bebido tanto café? ¿O bien estaba consumiéndose de manera inextinguible, como un yacimiento de hulla que, después de miles de años, se ha incendiado y se va quemando lentamente?

«Pero ¿en qué estaba pensando?» balbuceó. «Ah sí, ya lo sé, me quedo con Filomena, este matrimonio ahora es imposible. Pero, diantres, aún no le he dicho ni una palabra de todo eso. Tengo que anunciarselo sin demora; no debo perder ni un minuto, la boda es a las siete y tenemos, Filomena y yo, que estar lejos a esa hora. Sí, eso es, nos vamos esta mañana y nos quedamos de viaje hasta el inicio de las clases. De hecho aún no conozco el Instituto oceanográfico de Monte-Carlo…»

«¡El asunto no debe sufrir ningún retraso! Pero ¿cómo presentarme a ella, en pleno día, de sopetón, sin tener un pretexto?» se preguntó a sí mismo, cogido de repente por una confusión extraña. «¡Bah! Iré a por agua; estoy ardiendo tanto que me ahogo. Iré en persona; ¡ahora he perdido el derecho de llamar para que ella venga!»

Chalvey se precipitó en el pasillo y, con las prisas, casi derrumbó la puerta de Filomena.

¡Cuánto la asustó!

¿Pero por qué este grito de angustia? ¿Por qué esta expresión de terror en su cara? ¿Por qué se abalanza hacia él? ¡Y qué sensación extraña tiene! Se está ahogando, sopla sin poder recobrar el aliento; es como si una enorme bola le hubiera crecido de repente entre las costillas y no le dejara respirar.

Hubiera caído al suelo si ella no le hubiera recibido en sus brazos.

Ahora se encuentra un poco mejor.

¡Si sólo no le hiciera tantas preguntas de esta manera sospechosa! ¡Si por lo menos entendiera lo que ella le estaba preguntando! Imposible articular una sílaba; ya no son, esta vez, sus labios, sino su lengua la que parece seca.

En un esfuerzo supremo, acaba murmurando una única palabra:

«¡Agua!»

Filomena, pero ¡por qué está lamentándose así!, brinca para ir a por un vaso.

No, de verdad, no se encuentra bien. Si no se apoyara en la madera de la cama, o en cualquier otro mueble, se caería; lentamente la habitación da vueltas a su alrededor. Por fin, aquí tiene agua, la traga hasta la última gota. Aspira profundamente como quizás nunca ha aspirado en su vida. Ha pasado el mareo.

¿Pero por qué ha venido? ¿Qué era lo que le tenía que decir? Por Dios, si pudiera por lo menos hacer un movimiento para irse. Algo terrible ha ocurrido a manera de expiación, y quizás ocurra algo peor aún. El horror de esta cosa desconocida lo mira a través de los ojos enloquecidos de la mujer, de los cuales no puede apartar la vista.

Se tambalea un momento más, y se derrumbaría si no se aferrara a ella; el baile circular de todos los objetos a su alrededor sigue, cada vez más vertiginoso; le parece que la mujer y él se han puesto a bailar también.

Pero cuando se separa de su apoyo para echarse a su cuello, tiene la sensación de que una fuerza inmensa hunde el suelo debajo de sus pies, sube, atraviesa su cuerpo, y, arrancando el corazón de paso, se lo lleva hacia la cabeza…

Sólo pudo oír el comienzo del grito desesperado de la mujer; aún pudo ver, en un relámpago, su delantal blanco y su negra silueta antes de que desaparecieran, pero ya no notó el choque cuando su cabeza golpeó pesadamente el suelo…

El matrimonio de la señorita Filomena tuvo lugar a pesar de todo, y el mismo día, aunque el novio quisiera a toda costa que se aplazara la ceremonia hasta después del funeral. Quería, según decía, al anciano como a su propio padre. Pero la señorita Filomena fue inflexible: casi estuvieron a punto de discutir los novios. Lo único que ella concedió fue que la boda se celebrara por la tarde. De hecho no se podía hacer de otra manera, ya que hubo que encender los cirios alrededor del ataúd antes de encender los del altar nupcial.

Iliá Ilich Méchnikov (1845-1916), microbiólogo ruso, Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1908

Ilustración : Wikimedia Commons.

Notas:

(1) Privatdozent es un título académico propio de las universidades de habla alemana en Europa. Se utiliza para describir a los maestros que reciben una licencia, pero que no recibió la cátedra de enseñanza o investigación. (Fuente: Wikipedia)

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Traducido a partir de la versión francesa de George Tilser (1853-1930) por Christine Sétrin, con la colaboración de Ángel Pozo Mendoza.

Abril 2015.

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