MORA, Fernando – ¡Soy del Racing!

¡Soy del «Racing»!
Novela por Fernando Mora
(1923)

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Fernando Mora – ¡Soy del Racing! (1923)

Dedicatoria
A los bravos muchachos del «Racing-Club» santanderino,
Efusivamente.

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Un campeonato de fútbol (S. XX)

Ilustración: Biblioteca Digital Hispánica.

I

El panadero, concejal y republicano don Benito Noriega (el don se lo daban únicamente los «guindillas»), que fue durante muchas elecciones el ídolo del barrio que limita al norte con la plaza de Lavapiés, al sur con la ronda de Valencia, al este con la iglesia de San Lorenzo y al oeste con la Inclusa, estaba satisfecho en grado sumo y preocupadísimo en no menor grado; tal dualidad y paradoja se explican muy bien si se dice que la pena provenía de sus disgustos en el Centro, donde Higinio, «el Colorines», asturiano y tintorero, traíale de cabeza con una de fiscalizaciones y de discursos capaces de exasperar a Job, y la alegría por ver cómo su único hijo, mozo flaco, pero pedante, acababa de traer, para colgar en su vivienda – Miguel Servet, 4, principal centro -, el tan abundoso como inútil título de licenciado en leyes.

Pero aun dentro de la complacencia, o si se quiere agrado, hubo un hondo malestar, una picante desazón, debida a que el niño del siempre amante de la república – en su acepción más burguesa – vino al hogar, como dando escolta al título, con un retrato de D. Antonio Maura y otro de Mussolini, el de las camisas negras.

La impresión en Benito fue desagradable, y no más verle, preguntó:

– ¿Qué significa esto, Antonio?… ¿Es que has ido de compras al Rastro?…

El abogado de la última hornada miró agresivo al autor de sus días, y luego, con desdén, díjole grave:

– Eso es el símbolo de mi credo!

– ¿Maurista tú?¿Fascista un Noriega?

– ¡La conciencia es libre, papá!

– ¡Eso…!

– Eso lo has dicho tú, recuérdalo: fue en una sesión que, por merma en el pan de Viena, querían los socialistas llevarte a la barra.

– Cierto; muy cierto, hijo; pero lo de la conciencia, como lo del reparto social, como aquello de la fraternidad humana, son cosas para el mitin y no para esta tu casa.

Desconsolado quedó el fabricante de objetos de pan, y con una voz aprendida en el teatro de Novedades cuando representaban absurdos dramáticos, sujetó su cabeza con las manos y, lleno de pesadumbre, susurró mirando a las baldosas:

– ¡Qué negación más grande! ¿Y cómo lo tomará el barrio? ¿Y qué dirá el Comité de mi partido?

Sereno, sonriendo como su ilustre jefe en los días de mayor borrasca discursera, replicó:

– ¿Decir? Ni una palabra, y si algo dice, será, te lo aseguro, de alegría…

– ¿De alegría?

– Escucha y verás como sí…

Hizo el letrado recién revestido, escaño de una silla, levantó el brazo siniestro con el índice en pararrayos, puso el derecho como Napoleón, primero, y Maura, después (siente el cronista de esta verídica historia no poder cambiar la numeración), sobre el epigastrio, y persuasivo habló:

– Digo de alegría, de satisfacción y de regocijo, y debí decirte de júbilo y de placer.

Admirando tanta lentejuela oía el panadero, en tanto su hijo, sin agradecérselo, preguntaba:

– ¿Que por qué? A la pregunta, que no en balde soy hijo de gallego, contesto con otra pregunta: ¿Qué temían tus camaradas al verme camino de ser abogado, al advertir mis condiciones oratorias, al darse cuenta de mis sobresalientes en todas las asignaturas? Muy sencillo, padre: creyeron que entraría, como Atila en las Galias, en su política de barrio; temieron que por ser hijo tuyo heredaría, no sólo la tahona, sino los electores, y, como una propiedad que tuvo empiece en el difunto tío Ramón, usufructuaríamos, en clase alterna, la concejalía, con perjuicio, claro es, de los fraternales que te quieren, pero no te tragan…

– Eso sí es cierto; pero…

No permitió el joven que Benito refutase, y con ceño digno hermano de aquel que pusiera D. Antonio cuando lo de «la fogata de virutas», añadió:

– No hay pero, padre: militando frente a ti, los de tu partido respiran, y yo, que veo la política de diversa manera que tú, con matices diametralmente opuestos a los tuyos, trabajaré para conseguir lo que tú, como buen padre, pero mal republicano, me darías: votos.

– ¡Eso sí!

– Además – la cuerda de Antonio duraba aún -, que mis planes no te perjudican absolutamente en nada.

– ¡Eso no!

– ¿No?

– No; tu juventud y simpatía por un lado, y mi cariño por el otro, pueden hacer de mí un contrincante al que venzas.

– ¡Nunca! Antes daría, padre, lo que más me asquea: pucherazos… ¡No, no tiembles, papá, «La espiga granada», nuestra santa tahona, ha de tener, a poco que hagamos, dos representantes del Municipio: tú, como técnico; yo, como letrado asesor…!

– ¿Y si te equivocas y me vences?

– ¿Tus intereses no son los míos? Pues los defendería como tú puedas defenderlos… No, no te preocupes, que en las próximas – mi táctica es moderna – venceremos, y de usted, y con trato de señoría, nos hemos de decir en las sesiones consistoriales…

Decididamente, luego de haber inventado el que en un kilo de pan entrasen catorce panecillos, en vez de ocho, Antoñete era su mejor obra.

¡Oh, si su madre resucitara y le viera!

El recuerdo duró poco, que un panadero, si es además edil, no puede, no debe ser nada sentimental ; por eso monologó con su conciencia de este modo:

– Mis compañeros de Comité, y aun el partido – decía -, sabrán apreciar mi sacrificio no metiendo en la Casa del Pueblo a quien puede, por sabiduría de abogado, ser lo que ninguno ; además, que obrando así muestras doy de respetar la libertad, la sagrada libertad, que me priva de romperle un hueso por desmentir su abolengo republicano y marcharse con las derechas.

De monólogo semejante vino a sacarle Antonio para decirle, muy contento, que la noche anterior, y casi por unanimidad, había sido elegido vicepresidente de su Casino.

– ¡Oh, eso es empezar bien, muchacho!

– Y seguiré mejor, porque tengo un plan.

– ¿Un plan, dices?

– ¡Definitivo!

– ¿Y no puede saberse?

– No ; como padre, te ,lo diría ; pero como contrario, no debo ; baste decirte que es un plan netamente inglés…

– ¿Inglés? ¿Es que ya no eres germano?

– ¡La política es oportunismo, padre!

Con la boca abierta quedó el viejo.

– Y como Inglaterra me conviene, con ella me alío.

– No te entiendo.

-Es difícil.

– Pues hazlo fácil y dime, que como padre te lo escucho…

– Pues a mi padre le digo, no el problema, sino el resultado que he de sacar.

– Y es…

– Conseguir que la juventud, nuestra juventud del barrio, se aparte por completo de los Centros tuyo y socialista y venga gozosa hasta mi Centro.

– ¿Dando la manta o el abrigo por Navidad y los bonos a fin de mes?

– Lo contrario – replicó a la burla de su genitor -. Si alguien da algo, serán ellos…

– ¿Ellos?

– Sí.

– ¿Y cómo, si para cobrarles nosotros una peseta de cuota hacen falta ganzúas?

– ¡Ese es mi gran secreto, padre!

Lo misterioso intrigaba a Benito, e insistió preguntando ; pero el abogadete no quiso decir ni palabra más, y a la calle se marchó.

Era temprano ; el trozo que va de la del Salitre a la esquina de la de Zurita lleno estaba de vendedoras, de gente chilladora que, a la par que telas y escabeche, vende frutas, zapatos, cacharros con fallas y morcillas de sangre y anís, sin que falte a la reunión la vieja que ofrece hierbas que lo curan todo, ni el ladino toledano del azafrán, que de las muchas fábricas que hay en Toledo y sus contornos trajese duros falsos, a fin de pasarlos por buenos, y la cambianta de cobre por plata, que siempre oficia de Celestina, y, en turbión de vocerío, la naranjera que roba dos o tres naranjas en docena, y el chico que so capa de ofrecer periódicos, o betunes, o tinta violeta a cinquito el frasco, roba cuanto puede, y puede mucho, y la pedigüeña de los alfileres negros, y el de los ajos al hombro y cuello, tal que rosarios de aljófares gigantes, y sobre todo, porque grita más, la rifadora, incitando a la compra de la carta que trae la suerte, y que se traduce, con trampa a diario, en dos pollos flacuchos, en la muñeca que dice «papá» y «mamá», en las medias de seda o toallas esponjosas, y también en jamones con lazos y en camisas escotadas con lazos, como los jamones.

– ¡El zoco! – dijo Antonio, mirando y oyendo a los vendedores callejeros.

Y su decir fue áspero, de desdén.

Educado en otro ambiente – ocho años estuvo con los frailes de Chamartín de la Rosa -, y a pesar de ser nacido allí mismo, no quería al barrio, y no lo quería, así lo explicaba, por sucio, por alborotador, por ignorante.

Lo último hacíalo resaltar, no obstante querer sumirlo en mayor ignorancia.

– Hablar a éstos de piscinas sería peligroso, puede que se pegasen ; decirles que dar gritos es groserote, haríalos gritar más ; en cuanto a lo otro, conviene sostenerlos así, y para ello basta decir que la ciencia trae dolor, y los viejos, los castizos viejos me ayudarán, y las mujeres también, y los jóvenes serán, sin que lo adviertan, como los exploradores ya desaparecidos ; más claro, con el deporte nuevo, con la lucha, con el amor propio en ascua, haré banderas dentro de mi bandera, y por discutir se alejarán de las bibliotecas perniciosas, trabajarán luego por mi política, y serán, a la postre, las guerrillas ciudadanas de la tradición, el poder constituido y el orden patrio.

Sonreía el futuro manejador de Códigos, camino de la Ronda de Valencia, en una de cuyas casas habitaba doña Concha, su madrina, y también Rosario, petrimetra y chulapona a la vez, que gustaba a Antonio – y aun se dice que destinada a Antonio por sus padres -, no tanto por su belleza picante y rozagante como por ser hija única de doña Concha, y heredera, por tanto, de una fábrica de curtidos cercana a la vivienda y de dos casas en la plaza del Matute, que , mal tasadas, valían más de cincuenta mil durazos.

– ¡Oh, si me casara con ella y alcanzase la concejalía…!

Como se ve, Antonio Noriega y Pérez, hijo del tahonero inventor del kilo de ochocientos gramos y de la difunta Sebastiana, hermanita de un usurero alcarreño, que con los de Soria hacen la pareja mezquina más excelente, era de pensamientos limpiamente sentimentales…

Pero como eso lo ignoraba Rosario, sólo vio en el ahijado de su mamá al mozo que, trepando, la presentaría en una sociedad superior a la en que vivían entonces.

Pero Charito, no obstante reírse de las flores de trapo (frase rebuscada, concepto ampuloso, entonación teatral) que el abogado la decía, aceptábalas con paciencia.

Pero aquella tarde, cargada de ella, le dijo:

– ¿Tanto te cuesta, dime, de llamar a las cosas por su nombre más sencillo?

– ¿Qué quiere expresar esa interrogación?

– Quiere expresar que ayer, por decirme: «¡Buenos ojos tienes!» o «¡Dame lumbre pa encender este puro!», me dijiste: «¡Son tus pupilas dos luceros que se ahogan en el lago azul de tus divinos ojos!», y eso, Antonio, no está bien…

Boquiabierto escuchaba el muchacho, y ella añadió:

– ¡No, por la gloria de tu madre no digas eso, que como te quiero bien, lo disculpo, y si no te quisiera, me burlaría. Tú y yo, Toño, aunque los papaítos nos han encerrao en los colegios, el mío de monjas, somos, va con la sangre, de Lavapiés. ¿Que no? ¿Que no se es de donde se nace? Como quieras, que discutir con un abogado es no tener razón nunca ; pero sí te digo que yo, mi alma, no sólo lo siente muy en lo hondo, sino que se alegra de serlo, y si me dejas te diré de paso, y para acabar, que mejor que el chapiri, que ahora es una tienda de frutas por la moda, me va y me gusta la cabeza al aire y dentro de casa, con flores.

Pero aquella mañana el joven práctico fue a casa de su madrina a dos prácticas cosas: una, a ofrecerse como abogado que era desde la tarde anterior, y la otra, a pedir, a suplicar si fuera preciso, que le alquilaran un gran solar, sito a pocos metros del Portillo de Embajadores.

– ¿Pero pa qué quiés tú ese solar, hijo? – interrogó sorprendida doña Concha, que antes le regalara un lapicero de oro con la fecha del título.

– Es asunto del Centro, y como soy el vicepresidente y a la vez el encargado de la propaganda política…

Ojos de a palmo puso doña Concha.

– ¿Política? ¿Propaganda? ¿Es que lo destinaréis a mítines? Si es pa eso no lo cedo, que me molestan las broncas en to, y más en lo que sea mío.

Disculpador, sonreía el muchacho.

– No es para eso, madrina, que aunque yo sea político, no hay política en mi petición ; es más, ahora voy contra la política.

– No te entiendo, ahijado.

– Ni es preciso ; pero sí le diré que en ese solar, que ruego nos alquile, no habrá mítines, aunque sí habrá patadas.

Miráronse Rosario y su mamá, y él, que quiso ser gracioso, continuó:

– Patadas sólo, porque se destina al juego del fútbol…

– ¡Ah! – exclamaron a la vez las mujeres ; y la risa fue en sus bocas, y mientras Antonio decíales, en mitinero, de la cultura intelectual que hace hombres sabios, y de la física que hace hombres fuertes tan útiles a la patria ; mientras elogioso cantó a la Grecia del discóbolo y a la Roma de los juegos olímpicos, no olvidándose, ¿cómo olvidarla?, la frase de Juvenal: «Mens sana in corpore sano», Charito pensó, y no con tristeza, en su compañero de juegos infantiles, en Jacinto, el noble y guapo muchachote hijo del señor Paco el impresor, vecino de puerta de calle, que fuerte como los romanos que recordaba el mustio y flaco orador, jugaba con sus compañeros de taller, las horas de asueto, en plena Ronda, y ofrecíale, con una mirada pasional, sus triunfos.

Y el abogado continuó sin saber pararse, y la madrina, aburrida del mosconeo, cabeceaba, y ella Rosario, sorda al discurso, pensó en su gallardía, en el tributo de su querer callado, no obstante el zumbar monocorde de aquel licenciado en palabras huecas, citas vulgares y periodos medidos con reglas de preceptivas literarias.

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Un campeonato de fútbol (S. XX)

Ilustración: Biblioteca Digital Hispánica.

II

Un hombre, un abogado y una mujer castiza

Fue un exitazo loco, un triunfo que mereció de sus correligionarios aplausos y envidia. Verdad que Antonio, antes de hacer entrega del campo de lucha a los equipos «Servet Goal» y «Keeper Ronda de Valencia», creyó conveniente, por lo pedagógico (?), dar unas explicaciones morales, a la vez que deportivas, sobre el balompié.

Y documentado en un catalanista de a peseta con grabados, dijo de su antigüedad, ya que no de su nobleza, pues republicanos, ¡uf!, fueron los que en la República Florentina arrearon las primeras patadas al «esférico».

Habló a seguido del siglo XVIII y de Inglaterra, de un señor Arnold y de las Universidades de Chaterhouse y Harrow, de la copa Challende y, saltando al juego de los pases (passing-game, dijo él), dio fin al discurso nombrando a Bilbao, la primera villa de España donde se jugó al balompié, y a Barcelona, la gran ciudat que supo hacer la Federación primera ; y dijo más: dijo, relacionándolo con «la política que ha de salvar a España», que el fútbol es un juego que nos enseña a tener sangre fría y a ser disciplinados, y añadió: «Una batalla es en toda regla, que dará la victoria a la superioridad colectiva».

Con esto tuvo Antonio base suficiente a ofrecer, como el mejor partido, «el de las más altas disciplinas»: su partido ; y como el rincón más amable, aquel Centro limpio, calefaccionado, con premios a la asistencia, bailes de tiempo en tiempo y conferencias políticas todas las semanas.

Y la juventud, por carecer de los dos miserables realejos para ir al tupi, al Centro marchaba, pero no a deleitarse leyendo, sino a disputar sobre si Alcántara, como interior izquierda, era lo importante que Sametier como medio.

– ¡Donde esté Zamora, que se quiten todos!…

Quien tal decía, quien tal gritaba, era Pepe «el Tijerilla», un sastre pretuberculoso, que soñó con hacerse fuerte jugando.

– Pues pa mí, más que ése vale Quinqué, el sevillano.

Aquello hizo reír a los que escuchaban, y uno, estuquista, dijo ofendido, como si le pidieran palabra de honor:

– Lo que acabas de eructar, sastrillo, es así como… regarse fuera del tiesto. ¿Qué tié que ver lo uno con lo otro? Comparar al San Pedro bendito de los porteros, que es el Puig y Cadafals de Barcelona, con el Gallo de la calle de la Sierpe, se m’antoja a mi tal que mezclar bicarbonato con jamón en dulce, o si se quiere, chocolate de los erre erre pe pe benedictinos, con números atrasados de El Motín.

Otros, en vocerío de sesión municipal, opinaron que Moncho Gil y Meana era cosa seria, y que Piera no tenía que envidiar nada a Pagaza, Patricio o Travieso.

El conserje, un viejo fracasado en todo, pero que al final de la vida dióse cuenta de que actuar en política no era más que fincar de escalón para que otros, los más audaces y voceadores, subieran, sonreía con pena.

– ¡Pobres muchachos! – dijo triste -. ¡Bien os ensayan ; diestramente os hacen útiles! Como vosotros, yo, yo grité los ¡¡vivas!! y los ¡¡mueras!!, y reñí con los contrarios, con los guardias, y me ataron, y…

Claro está que Juan – sólo por Juan se le conocía – guardábase muy mucho de decir en voz alta tales cosas ; pero el pobre, náufrago de todas las revueltas cuyo final era una molesta detención y un juicio de faltas, admitido fue en aquella casa del orden, tras retractación, casi pública, de sus diabólicos errores, que tanto puede una vivienda y un sueldo bastante a poner el cocido cotidiano…

Claro también que veía con pena, cómo con tales disputas no iba nadie a la biblioteca, como no fuese a llevarse libros y periódicos.

– En eso hacen mal – pensaba – que la biblioteca es el único sitio que puede elevar al que está debajo, y despertar, con ideas, al que ronca en los brazos malditos de la ignorancia.

Pero como nadie escarmienta en cabeza ajena, los muchachos charlaban briosos junto a las estufas.

Y los republicanos, y los socialistas, y hasta un Centro que alguien abrió como recreativo y tenía mesas con bayeta verde, vieron que la juventud desertaba.

– ¡A este paso – dijeron a Benito con intenciones de puñalada -, tu señor hijo nos destroza!

Él, aun reconociendo que no debía sonreír, sonrió con desdén, y el otro, que era «Colorines», remachó con saña:

– En un mes escaso hemos tenido, presidente, veintiún bajas en la Juventud!

– ¡Es que ya no hay ideales!

– Quizá que eso sea ; pero ¿no será también que no hay cabezas?

El golpe era mortal ; tan mortal, que Benito sintió en la suya un dolor como si la hubiesen dado con el pie.

¿A qué discutir?

El panadero retiróse tranquilamente ; nadie que le viera diría que iba preocupado.

En tanto, el hijo gozaba del éxito.

La juventud del barrio fue adonde quiso que fuese: a su partido, y con maña puso en pugna a «sus» futbolistas.

Y los vistió a su gusto ; un gusto piadoso, pero deplorable. Al «Servet Goal» equipóle de un maillot blanco con cintas azules, que caían de sus hombros al pecho tal que escapularios, y al «Keeper Ronda», de blanco también, y también de celestial: una escarapela lucía dulce sobre el corazón.

Los muchachos, todos de oficio, acostumbrados a verse trajeados mal, halláronse hasta guapos.

La alegría, pues, era desbordante ; pero lo fue mayor la noche de junta, que Antonio dijo:

– ¡Desde mañana tendréis campo vuestro, y como entrenador, un auténtico inglés, un técnico verdad: míster Brotons.

Los aplausos no le dejaron continuar ; sin embargo, en un oasis de silencio declaró emocionado:

– Tal sacrificio, que cuesta mucho al Centro, vuestra casa… solariega… – y la emoción le ahogaba -, se hace muy a gusto, con gran placer, y ¿cómo no?, con esperanza de que sabrá pagarlo vuestra ayuda fervorosa.

Dijo luego – su error era el no saber callarse – del cambio moral en la juventud del barrio, y arremetió habilidoso contra la taberna, contra los centros envenenadores de almas, y también dijo de la paz, y de la disciplina, y del orden como auxiliares valiosísimos de la grandeza patria, y aprovechando el momento, señaló un magnífico grabado que sonreía y no era más que el retrato de su jefe.

Y el éxito fue hasta la calle.

Frente a la tasca de Boca Dulce, un ex novillero que había conseguido, hasta entonces, agrupar en torno a sus mesas, sus frascos y copas, a los desocupados de la barriada, abrió un amigo del tahonero, por parte de padre, un bar, que tuvo la ocurrencia de decir el bar «New Goal-Club».

¿Pa qué?, que dicen los clásicos del Portillo y las Rondas. La taberna, el museo de lidias, carteles y testas astadas, vencida fue por el tupi, que adornaba sus paredes con cromotipias, en las que Acedo y Carmelo sonreían ; René Petit mostraba su ceño de pensador y Piera y «Finina», el as montañés, aparentaban importarles menos el fotógrafo que un «cabezazo» de mi castizo paisano Monjardín.

Y en el tupi, antesala del Centro, discutíase con saña, sobre todo por parte del sastre, cada vez más violento y cada vez más tísico.

Tenía este mozo, carga de su buena y trabajadora hermana Jesusa, que vió huír a su padre con los cuartos de un amigo a su hermanita con un cocinero, y a éste, que era el mayor, hacia la Necrópolis ; tenía, digo, la costumbre, muy admirada por sus compañeros, de decir todo lo concerniente al (game) juego en inglés, pero en un inglés pronunciado con todas sus letras.

¿Decir él, por ejemplo, árbitro? ¡Quiá! Él decía «réferee» ; y al toque de la pelota con la mano nombrábale «hand», y al área de castigo, «penalty»…

La cosa, por lo que se dice y se ve, marchaba como sobre ruedas que fuesen sobre asfalto ; pero un día…, mejor, una noche, Jacinto, el mozo que no quiso ir tras el que enamoraba a la que quería, dióse a pensar en la manera de destruir su obra, o, a lo menos, debilitarla.

Y se acordó de «Colorines», el enemigo del tahonero, y a él fue con la intención de hacer en su Centro un grupo jugador, y de paso, si podía ser, conquistarse la ayuda monetaria.

¿Cómo no? El tintorero y otros, enemigos fieras de Benito, acogieron la idea con entusiasmo.

Y de momento, en un solar grandote que fue depósito de chatarra cuando la guerra, se entrenaron Jacinto y su equipo ; un equipo del que se destacaba, alegre, el travieso Fermín, un carpintero que hacía banquetas por no tener estatura para hacer otra cosa ; y Perico, mozo de fábrica, que era «portero» ; y Zacarías, fumista con su padre por las mañanas y señorito el resto de las veinticuatro horas.

¡Con qué entusiasmo trabajaban los del grupo, que «Racing Avapiés» quisieron se llamase! Sin las arengas de Antonio (la anulación de la individualidad a beneficio del conjunto) lanzáronse los muchachos, cuyo capitán era el impresor, a la conquista del acoplamiento, a la mejora de su táctica, a quintaesenciar el juego de pases, que, según los técnicos y también el sentido común, son los que llevan a la victoria.

Y una noche que en el centro republicano hubo junta, Jacinto, que sin serlo, sin importarle nada lo político, tuvo que fincar de tal por consejo del «Colorines», dijo a los que estaban:

– Se trata, correligionarios, de que en la acera de enfrente está la mayor parte de nuestra juventud, a la que ha cazao un «vivo» – Benito, que presidía, se inmutó – con el higuí de los deportes…

Un murmullo, que fue aplauso, animó al mozo a proseguir:

– Y yo pregunto, señores: ¿Puede este Centro, más obrero que el de la acera que he dicho, consentir tal cosa?

– ¡No!

Benito, ante la arremetida, dijo, habilidoso, que la idea era excelente, pero que imposible discutirla de momento por haber otras cosas más trascendentales en el orden del día.

Pero no le dejaron acabar ; de varios sitios le insultaron ; uno le llamó ¡farsante! ; otro, ¡traidor! ; muchos, ¡pastelero!, y «Colorines», dando un puñetazo en una mesa, dijo con saña:

– ¡Tu heredero es nuestro enemigo!…

Y Jacinto:

– ¡Contra él y contra quien le defienda iremos todos!

No faltó quien riera, ni quien fulminara, valiente, esta amenaza política:

– ¡Si no se ayuda a estos muchachos, que pueden ser la salvación del partido, deshecho por falta de guía y sobra de «frescales», yo y varios otros presentaremos, si es preciso, un voto de censura contra el presidente!

No hubo resolución.

El Centro Republicano votó por el alquiler de otro campo mejor, por la compra de trajes: maillot rojo con rayas moradas, para no ser menos que el «Servet Goal» ; alquilóse como entrenador a un criado de la Embajada inglesa, que por ser un «back» (defensa) demasiado valiente quedó cojo en una carga.

Aquella noche, al final de la cena, el abogado y el panadero decíanse tristes:

– Y el caso es que Jacinto es valiente, tiene muchos amigos y me temo…

– ¿El qué, padre?

– Que venza y te destroce cuanto llevas edificado.

– Eso sería poco si no hubiera algo más…

En pie se puso Benito.

– ¿Algo más? ¿Qué pasa?

– Que el motivo de la garata, que dicen los chulos, no es por la cosa pública.

– ¿No?

– No. es porque él, Jacinto, enamora a quien yo enamoro: ¡a Rosario!…

La frente del concejal se inclinó con pesadumbre.

– Pues me temo que te derrote.

– ¿A mí?

– Y a mí también.

No era piadoso decir al que adelgazaba por horas la verdad de su pensamiento, y por eso dijo:

– A mí me vencerá porque la veo en tacto con «el Colorines», que es mi traidor ; a ti, porque Rosario ha salido a su madre…

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Que es, a pesar de la educación recibida, una chula ; una hija neta del Avapiés.

– ¡Pero como me gusta y… me conviene!

– En ese caso…, adelántate…

Como el gesto de Benito era de desaliento, el hijo preguntó:

– ¿Es que piensas tú en que el hijo del impresor me venza? ¿Es que ella va a elegir por marido a un poco más que obrero?

– No lo sé ; pero anda con ojo, que las mujeres son misterio na más ; a lo mejor, un detalle las impresiona, una pequeñez las decide. Ya ves, tu madre me quiso a mí y despreció a un tendero más guapo que yo, ¿por qué dirás?

Encogióse de hombros el abogado.

– ¡Pues por una simpleza: porque yo me peinaba con raya y tupé, y el otro iba al rape!…

Decía bien el concejal y fabricante de libretas ; las mujeres son incongruencia, volubilidad y capricho.

Y más dijera si supiese que Rosario admiraba a los hombres recios – ella menuda y frágil -, tal que Ochoa, Mazzantini o «El Caballero Audaz» ; en cambio, Retana, con ser bonito, le interesaba poco, y menos que Retana, Diego San José.

Receloso, fue el licenciado en leyes de visita a casa de la que deseaba, y allí, preparando para el día siguiente la declaración definitiva, habló con despecho de Jacinto, de los «desarrapaos» que con él formaban un mal equipo de pelea ; de la conveniencia de alejarse del bajo pueblo con beneficio hasta del sentimiento y del gusto ; y para concluir, dijo, insinuador, de la supremacía del talento sobre la fuerza, de la finura sobre la ordinariez y de las carreras sobre los oficios…

Entendió Rosario las intenciones, y al día siguiente habló con Jacinto a la hora, ella lo sabía, que su postal aguardaba:

– ¿Tú? – la sorpresa desconcertó al mozo, que dijo:

– Sí…, estaba pensando adónde ir: si al Centro, con los del «Racing», o al teatro o… al cine…

Ella, que no iba a ningún sitio, pero que dijo marchaba a la novena, dejóse acompañar un buen rato.

Y le preguntó:

– ¿Pero qué os pasa con el fútbol… ése, que ayer supe no sé qué cosas de luchas y de peleas?…

Fijo la miró el muchacho, y sabedor de la visita de Antonio, la dijo nervioso:

– Verdad, mucha verdad: pero no lo sabes todo.

– Pues dime…

– Lo primero, contesta: ¿Es tu novio ese…, ese abogao recién nacido?

– ¿Y qué te importa?

– Por tu madre, dímelo. ¿Lo es?

– No ; aun no.

– Eso quiere decir que puede que lo sea.

– ¡Quizá, sí!

– ¡Pues no, Rosario!

– ¿Qué dices, Jacinto?

– ¡Que no lo será ; antes lo aplasto con mi bota!

– ¿Y por qué eso?

– Porque… siendo, lo es, un sapo, quiere enamorar a lo que tú eres: mi estrella…

Sonrió la moza ; su pecho tuvo un suave estremecimiento de placer, que aprovechó el impresor para continuar:

– ¡Eso, no, Rosario ; eso, no ; que unir a una paloma con un perro faldero no lo quiere ni la iglesia ni… mi persona!

Coqueta, mirábale.

– Pues no te entiendo ni palabra – dijo.

– Pues oye… Si es tu gusto, vamos, si nadie te obliga a tomar de compañero a esa lombriz con diploma, pase… ; que aunque sufra mi corazón, lo haré añicos ; pero si no es así…

Le centelleaban las pupilas, le temblaba la voz, prietos iban sus puños.

– Si no es así, no será ; porque yo, Rosario, yo…, un trabajador de bien, ¡un hombre!, te quiere más, mucho más que a su vida entera!…

Y la adorada por el loco muchacho, al templo entró con las mejillas como claveles encendidos.

¿A qué decir que el bravo capitán de «Racing Avapiés» quedóse guardando el templo?

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Un campeonato de fútbol (S. XX)

Ilustración: Biblioteca Digital Hispánica.

III

Todo se oscurece y todo se aclara

No era muy del gusto de Antonio el que la juventud se aficionase a ir al tupi más que al Centro ; pero como la Directiva desechó su proposición de poner bar en casa, tuvo que callarse y aun guardarse otras ideas relacionadas con los futbolistas, tal que introducir fotos de los ases.

– ¡Esto es un Centro político – le dijeron – y nunca una tasca más o menos decente!

Verdad, mucha verdad. ¿A quién se le ocurre sino a él colgar frente a Don Antonio, todo sutileza, un mozallón en calzoncillos, y servir, cara a su cara, una de valdepeñas o unas de montilla?

Decididamente, tenían razón sus compañeros ; pero…

El pero le asustó.

– En la casa de enfrente – dijo, recordando a los republicanos -, de todo se sirve. ¡Hasta cenas dan!

– ¿Y qué? – preguntó, desabrido, el presidente -. ¿Vamos a tomar por modelo a la canalla?

Antonio, acordándose de su familia, mordióse los labios.

– En política no se toma sino lo que conviene… – dijo.

– ¿Y nos conviene tomar eso?…

– Creo que sí ; por lo pronto, la juventud no acude como solía a nuestra casa ; va al tupi «New Racing» ; y muchachos como Fermín, uno de los mejores elementos del «Seervet Goal» ; Fidel, otro de los mejores, se nos han marchado…

– ¿Y qué?

– ¿Cómo y qué? A la idea le importa mucho reclutar adeptos…

– ¿De esa clase?

– De la que sea, siempre que obedezcan al partido.

– No opino igual. A la idea no le importa esa gente, aun cuando a usted… quizá sí le importe…

Por vez segunda tuvo que callar el abogado y panadero.

Sabedor de que quien hablaba, el tesorero y dos vocales eran sus enemigos más feroces, creyó político sufrir sin protesta el chaparrón.

– Y de que se vayan con los republicanos elementos tan sin solvencia, conviene hasta por la moral.

– ¿Por lo moral?

– Sí. ¿O es que ignora que en esa casucha se bebe como en la peor tasca y se juega como en la chirlata más indecente?

– ¡Yo…, la verdad, ignoraba que jugasen!

– ¡Pues se juega, y a los prohibidos! ; pero si lo duda, pida informes ; su papá, como presidente, quizá lo sepa…

Sonriendo y contando mentalmente votos, decidióse por ceder y aun por confesar, con reservas mentales, eso sí, su error.

Y retiróse.

Mal aire soplaba para su negocio, pues el presidente – abogado e hijo de otro comerciante como él – vio sus intenciones, y fue lo que «el Colorines» para Benito: el feroz adversario y… correligionario.

– ¿Pues no pretende, lo he sabido por casualidad, proclamarse candidato a base de su guardia futbolista?

El primer vocal, que, por ser panadero, era, y es lógico, contrario al padre y al hijo, gritó:

– ¡Hay que chafarle la papeleta! ¿Qué es eso de llegar y besar… la concejalía? ¡No y no ; que haga méritos!

– Cree que con el fútbol los hace.

– Lo que hace es fastidiar, coaccionar… Y digo coaccionar, porque yo, pongo por caso, que soy menudo y débil, no me atrevo a ponerme en contra del parecer de uno de esos socios, que si me dan un puñetazo me laminan…

Por eso, por contrarrestar, y, si era posible, anular la fuerza en que se apoyaba Antonio, ordenó el presidente, por avisos puestos en los muros, mesura en las discusiones y prohibición total de los gritos.

Y como discutir a los veinte años no es igual que a los ochenta, y una perorata de mitin se diferencia un poco de los discursos senatoriales, la muchedumbre futbolista, es decir, la juventud vehemente, huyó hasta el «New Racing Bar».

Como se ve, en lo político fracasaba Antonio, y en lo amoroso también ; que la tarde anterior, al declararse, Charo le dijo:

– ¡No! por ahora, no!…

Y como pretendiera saber el porqué, túvole que decir:

– ¡Antes que eso que quieres, procura por tu carrera, y después, colocado ya, piensa en una mujer… más fina que mi persona!

Protesta de amor hizo el joven, y por eso Rosario, viendo que si le desilusionaba, le hería, y si le daba esperanza, no era para que fuese realidad, tuvo a bien, muy seria, que murmurar como al principio:

– ¡No ; por ahora, no!…

Y al igual que el enfermo que, aun expirando, no abandona la esperanza, quedó Antonio.

– ¡Si triunfo me aceptará…! – dijo -. Pero ¿y si no triunfo?

La figura recia del impresor apareciósele de nuevo, y un odio grande, el odio que sienten los ruines, vino a su corazón ; pero, ¿cómo vencer al que a todos vencía? ¡Con qué placer cambiara cuanto era: su título, su fortuna, su nombre, por una fortaleza mayor que la de Jacinto, y luego, cara a ella, pulverizarle!

Pero no podía. Y lo peor no era eso ; lo grave era que al bar entraba y que, aparte conquistar a muchos de los de su bando, chacota hacía de su persona, diciéndole cuco, farsante, ansioso, y nadie quiera saber qué cosas más ; que el impresor malquería al abogado por igual motivo que el abogado al impresor ; esto es, por creerle triunfador en los amores de Charito ; pero no era así, que a éste como al otro dijo:

– ¡No ; por ahora, no!…

Verdad que para Jacinto tuvo una sonrisa que no tuvo para Antonio ; pero cosa tan pueril, tan mecánica cuando se trata de mujeres, no era para el capitán del equipo «Racing Avapiés» de importancia.

En tanto esas cosas pasaban en el corazón de dos hombres y en el cerebro irresoluto de una mujer, en la casa republicana trabajaban en contra del tahonero.

«El Colorines», que odiaba a Benito hasta rabiar, aplicóse a desprestigiarle, no ya como correligionario, sino como industrial, jurando que en las libretas de su casa iba más yeso y salvado que harina de flor, y que el agua para el amasado era de pozo con atarjeas muy vecinas, y por si fuera ello poco, que el peso era escaso.

En el bar eran otros los aires: que mientras míster Brotons aconsejaba a su dueño, el gordo Luciano, ejercicios abundantes y continuados, su esposa, la guapetona Paquita, regalaba al hijo de la oxigenada Albión con sendos vasos de ginebra y whiskey y, también, con algo que en una casuca de la calle de Santa Brígida, «apeadero» del Teatro Martín, le entregaba contenta.

– ¡Este inglés – decía uno de sus discípulos – agota las existencias del obeso!

– Pero como todo tiene compensación en la vida – opinó otro -, ella le agota a él, pero que por derribo.

El que ya casi no gritaba, pues la debilidad se lo impedía, era el famoso «Tijerina», que, acabado – lo diremos tal cual él lo expuso – como «back» (defensa) y como «goal-keeper» (portero), quedó, por acuerdo de los amigos, de «réferee» (árbitro), para lo cual hizo que su hermana Obdulia le cosiera en un traje viejo y azul, un ribete de cinta blanca.

– ¡Paeces – comparó «el Moreno», que era de su bando -, el ataúd de un fiambre virgen!

– ¡Lo que parece – quien tal decía era Julio Pérez, un tan mal intencionado en el juego como en la discusión – es la escuela de su fin como sastre.

Asustado, replicóle Pepe:

– ¡Que aun no me he muerto, tú!…

– Como hombre, ya vemos to el equipo, que nopi ; pero como trabajador, ¡a que sí!…

El capitán del «Servet Goal», Narciso Gómez, que, aun no quieriéndolo, tuvo que acudir al «New Racing» porque al centro político no iba nadie, rióse con gana, y también Ramón, su portero, y Aurelio, un defensa a sus órdenes muy hábil y valiente.

Pero quedaba la última palabra por decir, y Pedro, el «goal-keeper» de Jacinto, habló seriote:

– ¡De verdad que estás en funerario ; pero pa que veas nuestro aprecio, yo propongo que cuando te mueras, que no tardarás, te enterremos con ese mismo traje, con dos esféricos de luto y con un Diccionario inglés-español! ¿Hace?

La cuchufleta fue muy reída, tanto, que Pepe, a pesar de sentirse molestado, no tuvo otro remedio que hacer coro a la juerga.

Y mucho más lo hiciera si Jacinto, que entró violento, no dijese, encarándose con el otro capitán:

– Narciso, esta broma aparte, quiero decirte, y digo a tu gente, que ya va siendo hora de que nos veamos las caras como jugadores…

Todos se agruparon, y el de los del «Goal Servet», que conocía el parecer de Antonio respecto de los del «Racing», contestó:

– Por mí, bueno ; pero no me dejan…

– ¿Y quién lo impide, tu amo?

El tiro dio en el honor del otro capitán.

– Yo no tengo amo, ¿sabes? Pero como pertenezco a un Centro del que he de depender en mis decisiones, te contestaré mañana sin falta.

– Harás bien, pues de no, va a ser cosa de creer a los que dicen que sois, no unos obreros como nosotros, sino la Cofradía del Gazapo…

– ¿Eso dicen?

– Y más: dicen que pa jugar necesitáis las bendiciones de Su Santidad.

– ¿También eso?

– ¡Y tantas cosas!… Pero la que más se dice es ésta: que no aceptáis un encuentro con nuestro once, por… cobardía…

El momento fue de peligro ; quien más quien menos pensó cómo romper al más cercano la cabeza.

Pero Narciso, dándose cuenta de la situación, limitóse a preguntar, tartamudo:

– ¿Y tú lo crees así, Jacinto?

– ¡Para creerlo o no creerlo espero que llegue mañana!

Tal disputa hizo que nadie advirtiera – el «barero» menos que ninguno – que su esposa volvía a la vivienda con los ojos brillantes, la faz rosada y el andar airoso, y tras ella, al minuto escaso, el míster, pero… macilento, mustio, con ojeras profundas.

Parecía, hablando con el tecnicismo en la mano, que «Madrid» había vencido a «London» por seis a cero…

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Un campeonato de fútbol (S. XX)

Ilustración: Biblioteca Digital Hispánica.

IV

El partido

Fue el suceso: Antonio quiso impedir a toda costa que el encuentro se diera ; pero la actitud del capitán y los pareceres de la Junta directiva, «que no podía consentir se tuviera por cobardes a sus socios», hizo que el solar de doña Concha, convenientemente preparado con sillas, bancos, banquetas y hasta con una tribuna capaz para docena y media de socios, estuviese lleno aquel domingo de florido mayo.

¡Qué expectación y cuánta pasión! ¡Cuánto entusiasmo y qué locura!…

– Yo opino, padre, que hoy nos jugamos la última carta.

– Así opino yo, hijo.

– si venzo, vence usted ; si me vencen, será usted vencido. Mi presidente – dijo, rencoroso, el abogado – desea mi derrota ; su vice, ese tintorero intrigador, la suya…

– Claro, como que el equipo es cosa de él.

– Y como usted no le quería en su partido…

– ¡Por no perjudicarte, hijo del alma!

Pensativos quedaron, y el viejo, sufriendo más por Antonio que por él, añadió cambiando el disco:

– Pasado mañana elige mi partido el candidato.

– ¡Y el mío, el jueves!…

– Si el «Racing» pierde, tú triunfas.

– Y si gana, usted pierde.

Las mismas cuentas, sino que al revés, hacíase «Colorines» y los miembros de la otra Junta.

Y Jacinto, conocedor de esas cosas, juraba contra los políticos, que traían en jaque a la juventud – lo más noble y sano de la vida – tal que bolita de ruleta.

– ¡Poco puedo – dijo a sus íntimos – si no deshago esta farsa!

Y dispuesto a deshacerla, al campo fue, plenísimo de optimismo.

¡Cuánta gente había!

El barrio entero y muchos de otros barrios acudieron a presenciar la lucha ; pero al que no se veía por ninguna parte fue a «Tijerilla».

– ¿Se habrá muerto ya? – preguntó uno.

– No ; es que está incomodadísimo y no viene.

– ¡Incomodado! ¿Y con quién?

– Con todos ; quería, siendo el «réferee» de este partido, estrenar su traje ; pero como se acordó, por los luchadores que el árbitro fuese uno colegiado…

– ¿Y es?…

– Le conozco de vista ; Enrique se llama…

Este diálogo, sostenido por dos espectadores amigos, cesó al aparecer en la tribuna, tribunita para no mentir, Rosario con su gorda mamá.

Los trabajos primeros del encuentro se llevaron a cabo en dos casetas, en donde los entrenadores daban consejos a sus discípulos, y los masajistas – todo se montó a la moderna – preparaban los músculos de los muchachos para la dura batalla.

Todo en orden, hicieron su salida los contendientes ; primero, el «Goal Servet», propietario del campo, y a poco el «Racing Avapiés».

Las ovaciones clamores fueron.

Por cortesía, ya que no por afecto, diéronse las manos Narciso y Jacinto.

Una moneda volteó en el aire.

La suerte fue para el «Servet», y su capitán, dándose cuenta de la ventaja que suponía para los suyos jugar de espaldas al sol, eligió, claro es, el mejor terreno.

– ¡Qué rabia! – dijo Rosario, rompiendo su abanico -. Él tiene el peor lado…

Ni la madre enteróse siquiera que un silbar del árbitro pudo a los equipos alineados de esta forma:

«Racing Avapiés»:

Pedro,

Juanito, Zacarías,

Andrés, Jacinto, Julio,

Bernardo, Jesús, Fermín, Fidel, Benito.

«Servet Goal»:

Gonzalo, Luis, Gustavo, Domingo, Aurelio,

«El Moreno», Telesforo, Boni,

Narciso, Julián,

Ramón

La ansiedad crece tanto, tanto, que el novelador huye para que el reportero diga, en presente, cómo fue la batalla ; que de historiadores es reseñas, y los hechos no son novela.

Un «notario», pues, es quien escribe, aunque de vez en cuando salga el imaginativo a enmendar la plana y a dejar tal cual flor en la fría nieve de su comento.

Así, diremos que la salida que ejecutan los chicos del «Racing» es briosa, acumulando sus ataques por el ala derecha, donde Aurelio, rápidamente, intenta escapar. No pasa ciertamente de ser un intento, pues al primer centro, un golpe certero de cabeza de Jacinto malogra el avance y lleva el juego a los suyos. Ni éstos ni los contrarios pueden ejecutar las jugadas con precisión. Están al principio del «match» y su nerviosidad les hace llevar los avances con torpeza, sin cálculo, sin precisión las jugadas.

Es un juego incoloro, falto de vistosidad. Por otra parte, el «Racing» tropieza con la dificultad de que el sol le da de frente, y al querer contener el balón por alto, la cruda luz les hace cerrar los ojos y perder lastimosamente el balón. Hace falta, para dar vida al ataque y movilidad al juego, que Jacinto, en un alarde de conocimiento, inicie los ataques por bajo para que sus compañeros puedan recoger confiadamente las pelotas que él les sirve.

Esta orientación justa les da, a los veinte minutos de juego, un dominio marcado sobre sus contrarios, pero sin fruto, sin que se llegue a ver el ansiado tanto.

Modificada la táctica de jugo por el «Racing» y perseverantes los del «Servet» en emplearse a fondo, el juego va ganando en bellezas futbolísticas, y el público aplaude a rabiar la acometividad y elegancia.

Entonces fue cuanto Jacinto vio a Rosario, y entonces cuando su rabia tuvo ansias de matar. ¿Que a quién? A Antonio, que se sentaba a su lado.

Pero de nuevo el notario de este encuentro de «sport» dice al novelista que calle.

Y el novelista obedece, y él dice:

Puede afirmarse que este primer tiempo, y muy singularmente en sus postrimerías, es niveladísimo, sin que el dominio se manifieste por uno u otro bando. Rivalizan los dos en codicia, y si en un instante supremo se ve o quiere verse la pelota dentro de la red que defiende Ramón, no pasan muchos segundos en que se exteriorice espléndidamente el arriesgado trabajo de Pedro, el muchachote fuerte que guarda la meta del «Racing».

Es de hacer notar que todos los jugadores están contribuyendo al mejor éxito de sus colores ; pero se ve la figura sobresaliente de Jacinto, dueño de la situación y maestro entre los maestros, en el reparto del juego.

Sin alteración en el marcador, pero sí en el alma de Jacinto, que pasa y recoge una sonrisa y un aplauso de ella, se da fin al primer tiempo, que ha sido jugado con gran nobleza, a buen «train», y que ha dejado satisfecho al publiquito.

En el descanso se comenta y discute acremente, y es aquí un republicano que se pega con un maurista, y allí un maurista que quiere convencer a un republicano.

En la tribuna hay de todo ; pero lo que importa a la historia que vamos devanando es decir que Rosario no oculta su contento.

– ¡Es el mejor! – dice -. ¡Es el as!…

Antonio sonríe y calla ; no ve resquicio por donde meter el puñal de sus intenciones.

Y de nuevo salen al campo los jugadores ; Jacinto saluda a Charito, y ella, ¡oh, la locuela!, le da un clavel que en toda la tarde deja de la mano.

El abogado empalidece, la gente se agrupa para ver mejor, el revistero prepara sus cuartillas, el «esférico» comienza a rodar y el segundo tiempo supera al primero.

Pueden los muchachos jugar más libremente. El sol ha perdido su fuerza, y la ventaja que ahora podía tener el «Racing» por haber cambiado de terreno ha desaparecido.

Fuera los equipos de la excitación del primer momento, su juego es maravilloso. Los ataques son pletóricos de energía, dignos de jugadores de talla admirables por la justeza de las combinaciones, emocionantes por los momentos de peligro que se presencia ante las porterías. A los diez minutos contemplamos una horrorosa «melee» ante la portería del «Servet». El balón va sucesivamente de los unos a los otros: ora tropieza en su trayectoria con la rodilla de un defensor, ya se estrella ante los postes, y más frecuentemente se le ve, en enrevesados zigzag, querer romper aquella muralla humana que cubre la portería del «Servet». En un gesto magno de virilidad, Narciso sale limpiamente con la pelota y la pone en medio del campo, dejando libre de enemigos su zona de peligro. Ha sido una fase del encuentro, que verdaderamente ha emocionado al público, haciéndole romper en una franca ovación de entusiasmo.

El juego continúa interesantísimo ; las jugadas se suceden con gran rapidez, llevándose los avances con un tesón digno de toda loa. Es imposible describir paso a paso todos los incidentes del juego. Es hermoso, competido en todo momento, sin que el agotamiento se manifieste en aquellos cuerpos, que parecen hechos de hierro.

Rosario, embebida en la lucha, adelanta su busto gallardo ; Antonio la mira sin abrir la boca.

Ella aplaude.

Jacinto ha parado con el pecho el balón y lo lleva regateando hasta casi la portería del «Servet».

Se interpone Narciso, y el choque es duro.

No es posible precisar quién será el más agrio para resistir el fin de la contienda. No hay vacilaciones ni dudas. Los equipos siguen fielmente las órdenes de sus entrenadores, que seguros del valor del contrario, les han orientado en el sentido por donde pueden franquear más fácilmente las líneas ; pero si ha habido un hombre previsor que aconsejó el romper el cerco por el ala derecha, que es la más floja, del conjunto racinguista, no ha faltado otro maestro que diera, sobre el mismo campo, una contraorden para malograr el éxito que se buscaba. Este hombre ha sido Jacinto, que, conocedor del valor de los muchachos que capitanea, ha buscado su mejor auxiliar en Fermín. Hábil y travieso éste, ha recibido la consigna de desmarcarse de Telesforo y esperar, sin apresurarse, el momento de irse a fondo a por el tanto de la victoria. En esta espera se hallaba Julio, cuando, al intentar cazar a Aurelio, que se le había escapado, le pone una zancadilla instrumentada con todas las martingalas de los viejos jugadores, pero que el árbitro ha visto y castiga.

Desgraciadamente para el «Racing del Avapiés», la falta se había cometido ya dentro del «área de penalty».

Se encarga de castigarla «el Moreno».

El instante es de gran emoción ; frente a frente Pedro y «el Moreno», por la actuación desgraciada de un amigo puede hacer variar la fisonomía de la lucha. El golpe seco de «el Moreno», dado con toda energía al balón, lo ha hecho ir como una centella sobre el ángulo del marco. Un salto gigantesco de Pedro, arriesgadísimo y de gran vistosidad, ha contenido la pelota, poniéndola en «corner». Tirado éste, el juego va ciegamente al campo del «Servet». Jacinto se multiplica: cubre su puesto y es la ayuda más eficaz del equipo. Faltan pocos minutos y el triunfo aún no ha sido encontrado por ninguno de los bandos. En un alarde de táctica futbolística, Jacinto se va decidido sobre el «goal». A su paso le salen varios contrarios, contrarios que no pueden resistir el empuje del medio centro del «Racing» ; a su derecha camina Fermín, esperando impaciente el momento de lanzarse a «shootar». Difícil espera. Jacinto sortea a medios y defensas contrarias, y, rápido, se encuentra ante el portero, que llega a cortarle el paso. Quiebra su cuerpo para engañar al guardamenta, y en un fuerte «shoot» el balón llega a la red, rozando el palo por su parte inferior. Ha sido un tanto enorme, ganado por el valor, por el arrojo del bravo Jacinto, que ha sugestionado al público y le ha valido una ovación atronadora.

Puesta nuevamente en juego la pelota, enardecidos los racinguistas por el ejemplo de su capitán, vuelven al ataque, dominan, se imponen y quieren a todo riesgo agigantar su victoria. El «alma» del equipo insiste nuevamente en sus órdenes sobre Fermín, y cuanto éste ya estaba completamente desmarcado, le viene un cambio de juego escalofriante de Jacinto, y en un «dribling», lleno de malicia y sabor clásico, se escapa como una ardilla por entre los dos defensas y, oportunísimo, cruza un «shoot» fenomenal, que no puede contener el portero adverso, a pesar del gran «plongeon» que ha ejecutado.

El triunfo había sido confirmado con este segundo «goal».

Minutos después, el silbato de Enrique anuncia el fin del encuentro, y el público «racinguista», poseído del mayor entusiasmo, saca en hombros al héroe de la «jornada»: al gran Jacinto, que lleva el clavel de Rosario en los labios sonreidores.

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Un campeonato de fútbol (S. XX)

Ilustración: Biblioteca Digital Hispánica.

V

La sección de sucesos

Con ansias esperaba Rosario la ocasión de ver y hablar a Jacinto ; pero el mozo, muy ocupado con las cosas del fútbol, ya que hasta del «Athletic» y la «Deportiva» le llamaron para felicitarle, no tuvo tiempo de esperarla, como solía.

En cambio, Antonio, pecando de molesto, dio en caer todas las tardes por casa de la moza, que, irritada por ver a quien no quería y no ver al que estaba queriendo, feos le hizo de los que sólo con dignidad de pachón se aguantan.

Y lo peor, con ser malo al verle, era el oírle, que sólo para burlarse de Jacinto hablaba.

Pero una tarde le indicó molestadora:

– ¿Por qué no se lo dices a él?

De momento no supo Antonio qué contestar. Luego, sí ; luego dijo:

– Si tú lo quieres.

– ¿Que si lo quiero?

Hubo un goce tan grande en la pregunta y una intención tan manifiesta en la mirada, que él, advertido del donaire y también de la intención, contestóla serio:

– Eso no me interesa ; pero sí el que me digas si quieres que le busque…

– ¿Buscarle? ¿Y para qué, Antonio?

– Para decirle lo que de él digo, y si hace falta, algo más que callo…

Cómicamente asustada, miró Charito al abogadete.

– ¡De ningún modo! – exclamó juntando las manos -. ¡Dramas, no! ¡Sangre, no!

Rióse él:

– ¿Dramas? ¡Quiá, hija ; si acaso, sainete, y si me apuras mucho, astracanada!…

La insolencia tuvo su merecido, que ella, al tono de él, dijo heridora:

– ¿Astracanada? ¿Y cómo la vas a hacer, como letrado o como cómico?…

Perro con lata al rabo fue el pequeño Noriega a la del Rey – que, como monárquico, llamaba así a la calle -, y al Centro de su culto a poco.

Y el presidente, que le esperaba, le dijo frío, dejándole también helado:

– He recibido, con las firmas reglamentarias, una petición de junta, y aunque no debía comunicárselo a usted, se lo comunico a fin de que sepa que el objeto va contra algo muy suyo.

– ¿Algo muy mío?

– ¡Véalo!

Y un papel entrególe ; un papel que decía lo poco político de hacer de un Centro serio una casa de lucha futbolística ; de los escándalos que el entrenador, pagado por todos, daba ; de la debilitación moral de la juventud vencida, y de paso – esto le asustó más que todo -, de la amenaza de elegir para las futuras elecciones de concejal a «personas de experiencia y de conocimientos administrativos, mejor que a organizadores de fiestas y recreos…»

Leer aquello y sentir la amargura de su fracaso, fue cosa a la par.

Sin embargo, tuvo aún cara para sonreír y preguntar a su enemigo y presidente:

– ¿Y la junta cuándo se celebra?

– No lo he pensado aún ; pero opino que debe ser pronto.

– Exactamente opino yo.

– ¿Le parece a usted que convoquemos para el sábado?

– Por mí, para ahora mismo.

– Eso ya sabe que es imposible.

– Claro.

– Entonces el sábado, ¿eh?

– ¡Bueno!

El día, como vemos, amaneció nublado para el abogadete, que, aun aparentando otra cosa – al fin de barrio bajo -, era supersticioso y creyente de las gitanas.

– Como no hay dos sin tres – pensó triste -, ¿cuál será la tercera?

A su hogar, esperando la tercera cosa mala, marchó, y con su padre dijo de los sucesos:

– Eso es – aseguraba airado – que para ella vale más un barbarote que mi persona, y en cuanto a la canallada de mi presidente, ¿qué decirle?

– ¡Y todo por el fútbol maldito!

– Dices bien ; el arma se ha vuelto y me ha herido…

– ¡Si a mí no me hiere también!… Por lo pronto, yo no soy, como era, el amo de mi Centro ; el que manda allí es Jacinto ; el dios es Jacinto. ¡Si hasta han quitado un retrato de Pi, y en su lugar han puesto una fotografía del equipo que capitanea!

– ¡Eso es, padre, que el anticristo llega!…

No entendió el tahonero exclamación tal, y más preocupado que indiferente, encogióse de hombros.

– ¡Pero lo que te digo, hijo de mi sangre, es que, si tú no, yo salgo con acta. ¿A mí ese tintorero? No y no mil veces, porque me defenderé, emborracharé a los dudosos, coaccionaré a los desgraciados, y si es preciso daré a cuantos lo quieran el pan fiao, y más aún, con su peso justo!…

No tuvo Benito necesidad de esas cosas, que a las pocas noches, aprovechando a sus incondicionales que acudieron con sendos garrotes, dando orden al del mostrador de convidar a todos por su cuenta y diciendo a unos pocos que sus débitos con su tahona estaban liquidados, obtuvo bastante mayoría.

Claro que aquella noche – torpeza de «el Colorines» – la juventud faltó ; su afán de conquistarla y halagarla hizo que la mandase a luchar, valiente, con un equipo de la arcaica Segovia, y como Benito supo aprovecharse de la distracción del tintorero, venció sin bajas.

– ¡Pues aunque arda el Manzanares – juró besándose los dedos en cruz -, ese no sale concejal ; primero me dejo hacer extraplanas las narices!

Cuanto esto ocurría, en el hogar del gordo flotaba la tragedia, pues advertido de su deshonra, guardó a la mujer en su sótano e hizo beber al míster una ginebra de Reus, capaz de matar a Francis Rodríguez ; menos mal que al verle palidecer y gemir, le llevaron a la Casa de Socorro, donde vieron, por unos tatuajes, que ni era míster legítimo, ni Brotons, ni entrenador siquiera, sino un complicado en dos estafas, cuatro falsificaciones y prófugo y monedero falso.

– ¡Pues sí que nos ha traído Norieguita un lord limpio! – dijo, sañudo, el presidente.

– ¡Si hasta resulta que no es género inglés!

– ¡Como que es un catalán de Tarrasa con marchamo de Liverpool!

– ¿Marchamo de Liverpool?

– Sí. ¡Esa es la última cárcel en que ha sido huésped!

Pero como el día se había metido en agua, no era sólo en «New Racing Bar» donde se gemía con desconsuelo y desesperación, que en casa de Pepe el sastre, «Tijerilla» por remoquete, vertíanse lágrimas amargas como hieles.

Y el vertedor era él.

¿Que a qué era debido? Pues era debido a que la Obdulia hizo como su padre y su hermana: largarse del cuchitril-sastrería.

«… pero no creas, hermano, que me lleva la pasión o el vicio – declaraba un escrito que halló Pepe bajo una cazuela con tomates -, no ; me lleva la virtud, pues que a un convento voy…»

¡Hase visto mala entraña! ¡Hacer a un hermano huérfano del todo, que apenas treinta años tenía, trabajar para vivir!…

Decididamente, Dios no perdona, no puede perdonar a seres tan malos y dañinos.

Los legisladores debieran estudiar esto y hacer leyes protectoras…

Pero alejemos de nuestra mente acción tal ; alejemos también de nuestro magín canalladas, coacciones, envenenamientos, adulterios monstruosos, competencias ruines, y descubramos nuestras cabezas, nidal de buenos pensamientos, ante el amor que pasa.

Más claro aun: descubrámonos y saludemos a Rosario, que, aprovechando las calles silentes y las obscuridades cómplices, va trazando el proyecto de un futuro amable, que al hijo del tahonero no gustaría

Que si él camina satisfecho, ella va orgullosa, pues todas la miran, y a muchas oye decir con dejo de admiración y aun de pasión:

– ¡Es del «Racing»!…

Pero el muchacho, que cuando no lleva a su vera a moza tan guapa hace gloria de su popularidad y dice a continuación de su nombre, no como el filósofo: «Suscriptor del ABC» ; ni como el enfermo del estómago: «Agüista de Mondariz», sino: «¡Soy del «Racing»!…», con ella se olvida de todo lo que no sea enamorarla y florearla.

Y se lo agradece Charito con besos sabios y caricias locas.

Y él, que, aun queriendo, no puede olvidarse de que es del «Racing», la dice elocuente, siempre que pasan por calles obscuras y sin testigos:

– ¡Me traes de cabeza, vida, y te aseguro que no exagero si te digo que de mi alma has hecho un balón, al que puedes, si te da la gana, dar con el pie!…

Pa eso no te quiero, que te quiero pa cosa mejor.

– ¿Mejor?

– ¡Olé!

– ¿Y no pué saberse de la mejoría?

– ¡Si aguardas a que pase ese guardia y lleguemos a la esquina que no hay faroles!

Pasa el uniformado, llegan a lo obscuro y…

Servidor ignora lo que pasó en lo obscuro ; pero en la vecindad se dice que aquella tarde oyóse, sin que se sepa quién lo diera, un grito y una carcajada…

A la mañana siguiente mostraba Jacinto en la barbilla la marca inequívoca de un mordisco de marca.

Y cuando le preguntaron quién se lo había hecho, tuvo que contestar en tono naturalísimo:

– ¿Quién va a ser? ¡Yo mismo!…

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Un campeonato de fútbol (S. XX)

Ilustración: Biblioteca Digital Hispánica.

VI

Atando cabos

Benito no salió concejal ; «el Colorines» por una parte, y Jacinto por otra, trabajaron por que no sacara ni las tres cuartas partes de votos que otras veces.

¡Fue un castigo a su ambición político-familiar!

El tintorero, que era de Falset, y ya es sabido cómo las gastan los que tienen por genio a Cambó y por estación de enlace a Reus, donde la gente es muy finchada, pienso que por culpa de las «monchentas», valióse de un mal obrero de la tahona, su paisano, para que, dos días antes de las elecciones, el siguiente y el domingo en que se votaba, sisase en las piezas de pan más de lo debido.

Con esto y con hacer que las más greñúas del barrio pidiesen, fieras, el repeso, gritaran al notar el robo y apedrearan fieras el despacho, tuvo bastante el papá de Antoñito para dudar de la victoria.

Pero no acaban aquí las hazañas de «el Colorines», pues pidió a los diarios, y los diarios lo hicieron, que al que se llamaba «defensa de la más alta moral ciudadana» le dieran lo suyo.

Y el día del voto la gente leyó, escandalizada, titulares como éste:

«TAHONERO, CANDIDATO Y LADRÓN»

Pero eso sólo no le hubiera derrotado, ya que barrio es su barrio donde se habla de Candelas con mucha admiración, y a los granujas se les dice «vivos», y las muy ardorosas, «frescales» ; lo que destrozó al tahonero y al vocal traidor de la acera opuesta fue la juventud futbolística.

Cuentecillas pendientes que hasta aquel preciso instante no quisieron cobrar – de acuerdo los dos capitanes de los equipos -, más una reclamación de vestuario que ellos tenían por suyo y los Centros como de la entidad, trajo discusiones que pararon en gritos y en sonadísimas bofetadas.

Y uno, «defensa» por más señas, gritó colérico:

– ¡Abajo la política que nos roba!…

Y otro:

– ¡Muera la farsa electoral!…

Los tenderos, los burócratas, los comodones e independientes votantes, que escucharon la gritería de las mujeres pidiendo el pan en su peso, y la de la muchacha abominando de todo lo que oliese a politiquería, bastó – el miedo es libre – para que la abstención del honrado Censo electoral del barrio fuese casi absoluta.

Y como un mangoneador quisiera intervenir en contra de los defensores del «esférico», diéronle razones tan contundentes, que a la Casa de Socorro tuvo que ir, y no por su pie.

Después de aquello, que se aumentó hasta decir que había tres heridos, un cadáver y la tropa acuartelada, el setenta y cinco por ciento de votos ni a un quince llegó siguiera.

– ¡La venganza ha sido justa! – gritó el novio de Rosario a sus amigos -. ¡Querían manejarnos como a electoreros granujas ; querían, con el fútbol, darnos caza en su provecho y ponernos frente a frente ; pero les ha salido mal la maniobra. Asqueados de la política, que sólo es ambición y ruindad, nos vamos de su vera, huimos de sus Centros para, unidos, hacer uno de juventud sana y de amistad limpia…

– ¡Viva la Federación del Avapiés! – voceó el travieso Fermín.

– ¡Mueran los tahoneros ladrones!

Y uno, dando la mano a Jacinto, que sonreía viendo llegar a su Rosario, gritó:

– ¡Y los abogados faltos de… peso!…

La carcajada fue contundente ; muchos miraron hacia el balcón de Antonio, que tras los visillos observaba y, desilusionado, decía a su título: «¿Para qué me sirves?»

En la calle siguió el jaleo, y no faltó quien dijese, mirando a Charito que se acercaba:

– ¡Son tal pa cual de simpatía!

Una vieja que los «vio nacer», según su decir, felicitóla, y ella, agradecida, dijo:

– Gracias ; ¿pero verdad que es un real mozo?

– ¡En toas partes, nena!

¡Pues por eso me ha vencido, me ha ganao por eso!…

-¡Natural! ¡Como que después de un «free-kick» con agallas y un «corner» fiero, ha hecho «goal» en mi corazón!…

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Transcripción realizada por Christine Sétrin, con la colaboración de Ángel Pozo a partir de un ejemplar personal.

Las preciosas ilustraciones de Máximo Ramos López (1880-1944) de la edición original no se han podido añadir a este trabajo por no estar todavía en el Dominio público.

Biblioteca Municipal de Vila-real. Junio 2020.

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Este trabajo está bajo una licencia de Reconocimiento 3.0 España (CC BY 3.0 ES).

 

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